Acotaciones para una (futura) fenomenología del exilio

José Rafael Herrera.

Licenciado en Filosofía UCV. Doctor en Ciencias Políticas USB. Profesor Titular UCV

            Valiente mundo nuevo esel título deuno de los más importantes ensayos históricos, filosóficos y literarios dedicados a la comprensión de la formación de la conciencia social latinoamericana. Su autor es el reconocido escritor mexicano Carlos Fuentes, quien, en dicha obra, se lamenta de que el llamado Nuevo Mundo hispánico le prestara más atención a las doctrinas de Hume y a sus derivaciones empiristas, positivistas y pragmáticas, que al historicismo filosófico de Giambattista Vico, el cual, a través de uno de sus discípulos, Lorenzo Boturini, se hizo idea y letra -carne y sangre- de la cultura mexicana en particular y de la América española en general. El propósito de su ensayo consiste, precisamente, en el esfuerzo por mostrar la suprema importancia que tiene la obra de Vico para una más fiel y auténtica comprensión de lo que es la América Latina, sobre la base de la reconstrucción histórico-cultural de su labor poética, estética y ética, ontógicamente encaminada por las espirales -los corsi e ricorsi-de su concepción de la historia.

            Vico fue silenciado en su tiempo y no pocas veces sometido al escarnio público por la creciente hegemonía de la ideología cartesiana, la cual iba transformando “el método”, devenido fría racionalidad instrumental, en la única verdad absoluta e incuestionable. El último de los grandes pensadores del Renacimiento advertía que la “clatité et distinction”pregonadas, no sin euforia, por la ideología del cartesianismo triunfante, no llevaba hasta sus últimas consecuencias la relación del hacedor con lo hecho, relación en virtud de la cual se constata que los seres humanos sólo pueden dar cuenta de lo que ellos mismos han producido. Y como la naturaleza no ha sido creada por los hombres, el conocimiento de ella resultará escaso y circunscrito. A menos que sea sustituida por los “signos matemáticos” con los cuales, según Bacon, está escrito “el libro de la naturaleza”, siempre y cuando se comprenda que esa ya no es, precisamente, la naturaleza en sí, sino su objetivación para la conciencia, cabe decir, objeto de la reflexión. Desde entonces, y “A través del espejo”, la humanidad se auto-condenó a vivir atrapada en “El mundo de Alicia” y de sus felices “no cumpleaños”. Lo que permite dar cuenta del imperio de la reflexión del entendimiento sobre la extensión de la naturaleza y, en consecuencia, de sus inevitables consecuencias económicas, sociales y políticas, de las cuales, en su momento, también Marx advertiría. Para Vico, y muy a pesar de Descartes y de sus múltiples vástagos contemporáneos, los hombres pueden conocer la historia porque ellos la han hecho: “Verum ipsum factum”, porque “Verum et factum convertuntur”.            

            En la Scienza Nuova, Vico, al dar cuenta de la “Tabla de las cosas civiles”, le recuerda al lector el compromiso ético, cabe decir, relativo a “las cosas humanas” que, ya desde los propios orígenes de la humanidad, hicieron posible la progresiva construcción de los principios fundamentales de la organización social y política que finalmente resultaron en la concreción de las diversas naciones gentiles. La primera de estas “cosas humanas” fue el matrimonio, el cual, “como admiten todos los políticos, es el semillero de las familias, como las familias lo son de las repúblicas”. La segunda de ellas fueron las sepulturas, con las cuales la humanidad abandonó definitivamente “la gran selva antigua” y, con ella, su condición bestial. El pasaje del relato viquiano es determinante: “Y, al estar durante mucho tiempo quietos y situar las sepulturas de sus antepasados en un lugar determinado, resultó que fueron fundados y divididos los primeros dominios de la tierra, cuyos señores fueron llamados «gigantes» (que suena semejante en griego a «hijos de la tierra», o sea, dependientes de los sepultados).. Así fue llamada la «generación humana», a partir de la cual las casas ramificadas en muchas familias se llamaron las primeras «gentes». Y así, la creencia universal en la inmortalidad del alma, que comenzó con las sepulturas, es el tercero de los tres principios, sobre los cuales esta Ciencia razona”. Y, sobre los altares, levantados en homenaje a los padres fundadores de la tierra, los píos pusieron fin a los violentos y “recibieron en protección a los débiles, quienes fueron recibidos en calidad de fámulos, suministrándoles los medios para conservar sus vidas.. Y en todos estos orígenes se descubre diseñada la planta eterna de las repúblicas, sobre las que deben construirse los Estados para ser duraderos”.

            Así comenzó, según el gran fundador de la filosofía de la historia, la constitución y -como consecuencia de ella- el discurrir de las naciones gentiles. Después de las nupcias –aqua et igni-, la tierra que se pisa, que se siembra, que se edifica, se hace sagrada, porque en sus entrañas reposan los restos mortales de los antepasados de sus pobladores. Bajo la tierra palpita el corazón de lo que la une con el espíritu de su pueblo, el recuerdo de lo que se ha ido siendo, la raíz de lo que se es, las penas y las glorias, los dolores y las alegrías de un terruño que vive bajo los pies de sus habitantes, al punto de transformarse en lo más sagrado. Y, desde sus entrañas, se eleva su propia inmortalidad. Por eso se estremece. Por eso exige. Por eso reclama. Nada peor que una tierra invadida y mancillada. Y tal vez sea por eso mismo que los desterrados, los habitantes del exilio, deban enfrentarse, día a día, con el mayor de los desgarramientos: el tener que llevar una existencia separada en cuerpo y alma.

            El éxodo, la diseminación de los pueblos, no solo es un desafío: es uno de las más dolorosas experiencias de las que se pueda tener noticia. Cuando, no sin desesperación, se decide abandonar la tierra que guarda las sagradas osamentas de los hijos, hermanos, padres y abuelos, es porque muy en el fondo se sabe que la patria que algún día fue ya no lo es, y que solo queda la despedida y la nostalgia. En algunos casos, para nunca más volver, aceptando así la derrota, el inmenso pesar de una vida en pena. En otros, bajo la promesa de un largo periplo que, tarde o temprano, hará posible el regreso hasta las costas de la eterna Ítaca, ya sin asedio y tras las ruinas de los pretendientes.

            Decía Aristóteles en su tratado sobre la Política que “el ser humano es un ser social (un zoon politikón) por naturaleza”, y que lo insocial “o es mal humano o es más que humano”. Por eso -insiste el gran pensador- “la sociedad es por naturaleza anterior al individuo. El que no puede vivir en sociedad, y no necesita nada para su propia suficiencia, no es miembro de la sociedad sino una bestia o un dios”. Y sin embargo, en virtud del desarrollo de sus fuerzas productivas y de sus relaciones sociales de producción, el ser social, como afirmara Einstein, ha devenido, como resultado, “un ser simultáneamente solitario y social”. La ciudad republicana fue preparando el terreno para que la humanidad adquiriera progresivamente derechos privados, individuales, y desarrollara su condición como persona. Lo social no obsta para el desarrollo de las potencialidades que posee cada individuo particular, siempre y cuando se sepa uno y todo, cabe decir: como un ser independiente y único, y, al mismo tiempo, como un ser integrante de un cuerpo político y social que lo trasciende. El esquizoide (“21st Century Schizoid Man”) es aquel modo que ha perdido la conciencia de esta -determinante y necesaria- relación dialéctica y, con la ayuda siempre interesada del entendimiento abstracto, la cristaliza, la fija, la pone y trastoca en creencia y mandato, en fe y ley.

            La historia de semejante extrañamiento es objeto de estudio -sin duda, sensiblemente encaminado- para el presente, a pesar de que se sabe que la tensión y consecuente endurecimiento de las relaciones del individuo con la sociedad han sido, por lo menos desde los tiempos de la antigüedad clásica, un eficaz instrumento de control por parte del poder político dominante, con el propósito de someter o mantener la hegemonía, garantizando así su permanencia usque ad finem temporis. Pero el ya inocultable fenómeno contemporáneo del exilio en masa, especialmente el de ciudadanos venezolanos, nicaragüenses y cubanos, ha vuelto a encender las alarmas del pensamiento contemporáneo en torno a este severo -y quizá irresoluble, por ahora- conflicto de la doble condición que traspasa la experiencia histórica, el continuo devenir, del zoon politikón. Y a pesar de que -como advierte Vico- los procesos históricos, aunque se repitan, nunca se precipitan de la misma forma, el exilio sigue siendo, en tal sentido, una de las armas predilectas del poder establecido, porque al forzarlo termina por romper la delicada constelación que configura la unidad orgánica -”natural”, como apunta Aristóteles- del individuo con la sociedad. Quizá no se trate de las mismas motivaciones, pero la analogía con el éxodo judío, cuando menos, espanta.

            Los griegos y los romanos consideraban el ostracismo como un destino peor que la muerte. Verse obligado a abandonar la polis,el propio medio, el propio contexto, las propias expectativas, el arraigo, el suelo donde yacen solemnemente los sagrados restos de la paternidad (de la patria), equivale a ser condenado a la más atroz individuación, a la soledad de un extraño entre extraños. En palabras del poeta Ovidio: “cuando veo el lugar, las costumbres de sus habitantes, su porte exterior y su lengua y me viene el recuerdo de quién soy y de quién fui, se apodera de mí un deseo tan fuerte de morir que me quejo de la ira del César por no vengar sus ofensas con la espada”.

            No obstante, durante los dos últimos siglos, la humanidad ha sido obligada a pasar de la figura del exilio a la del insilio y de esta a nuevas formas -muchas veces no decretadas, aunque más elaboradas y veladas, pero no menos brutales- de exilio. En efecto, en el caso de Sócrates, la condena a muerte era preferible al exilio -“habiéndome defendido así, prefiero morir que, de aquel otro modo vivir”. Pero la sociedad liberal supo transformar progresivamente ese sentimiento de pérdida y soledad en una virtuosa conquista, invirtiendo así su sentido y significado de fondo. De pronto, el vivir lejos del propio terruño no solo se volvió interesante sino incluso “positivo”. Más bien, devino “el paraíso de la soledad”, suerte de sofisticada intimidad, lejos del barullo y la intromisión del infierno de “los otros”. “El hombre sólo existe para sí mismo”. Como era de esperarse, Descartes y Locke son “los padres fundadores” de semejante reversibilidad. 

            Y con su resignificación el exilio transmuta en insilio, cabe decir, en un exilio que va por dentro, un exilio en el que las posibilidades de vivir en comunidad y de participar en ella se reducen drásticamente, y el deseo de vivir en democracia se diluye en las gélidas aguas de la competencia privada, el cálculo y el interés de los individuos aislados. El ciudadano se convierte en cliente o empleado, es decir, en el idiota del que hablaban los antiguos, presto a la compre-venta de sus servicios, concentrado como está en las proporciones de la relación entre costo y beneficio. Para él, fuera del aparador o de la pantalla de su phone, “los otros” no existen, y en caso de existir pronto se evidencian como piedras que sortear en el camino del éxito personal, sus simples rivales o competidores. El insilio es, pues, objetivamente, un exilio interior, la más pura y dura pobreza de Espíritu.

            Pero dentro de esta doble perspectiva, con base en la cual lo uno termina conduciendo a lo otro, y más allá de las viejas vendettas de los tiranos o de la intolerancia característica de los totalitarismos, una nueva forma de concebir el poder, más cercana a las organizaciones gansteriles que al concepto de la democracia republicana, ha forzado y potenciado el pasaje desde el insilio al exilio y viceversa, haciendo del sentimiento de soledad ab intra una aflicción ab extra. El ser social contemporáneo padece del más profundo desgarramiento. Ha sido doblemente escindido, separado. Es el hombre segmentado, dividido en cubos, ya anunciado por Picasso.

            Pero por más oscuro que parezca el escenario, cabe afirmar que mientras mayores sean la gravedad y la tensión de los extrañamientos más próximo se encuentra su acabamiento. Nadie puede humillar sin exponerse, tarde o temprano, a pagar por ello el correspondiente costo político. Ese es, sin absoluciones, el auténtico precio de la historia.