De las causas de la corrupción (Spinoza en Neverland)

José Rafael Herrera

Filósofo, Mención Magna Cum Laude, 1983.Doctor en Ciencias Políticas, USB, Mención Honorífica, 1998. Director de la Escuela de Filosofía de la UCV, 2002-2005. Profesor titular de la Escuela de Filosofía  la UCV.Ex Director de Cultura de la UCV

“Existen tres géneros de cerebros: el primero que entiende por sí mismo,

el segundo que discierne lo que otros entienden, y el tercero que no entiende

ni por sí ni por los otros. El primero es excelentísimo, el segundo es excelente,

y el tercero es inútil”.                               

                                                                       Nicolás Maquiavelo, El Príncipe

            El largo periplo de la historia de la filosofía que se ubica entre el después de Aristóteles y el antes de Hegel, discurre por los estrechos parajes del pensamiento de Baruch Spinoza. Es probable que una de las mayores contribuciones de la speculatio spinoziana a la inteligencia moderna y contemporánea se encuentre en una de sus primeras obras, la cual, por cierto, tuvo a El Príncipe de Maquiavelo como uno de sus principales motivos de inspiración y, además, fue para Hegel una de sus fuentes primarias de aliento, en la difícil hora de la construcción de la Fenomenología del Espíritu. No es casual, entonces, el hecho de que Hegel, algunos años más tarde, afirmara que “ser spinozista es el punto de partida de toda filosofía”. La obra en cuestión lleva por título: Tratado de la reforma del entendimiento.

            Para Spinoza, llevar adelante una revisión -una enmendatio-del entendimiento tiene como propósito esencial, más que la mecánica aprehensión de un instrumento “infalible, seguro y confiable” que permita aproximar el conocimiento a la verdad, nada menos que la búsqueda del bien supremo. Esto quiere decir que la revisión que el entendimiento debe emprender de sí mismo (nosse, nosce te ipsum) tiene como objetivo no solo su propia perfectibilidad sino que, justamente, en virtud de tal perfectibilidad, es posible conquistar el auténtico significado del bien. Verdad, bondad y belleza se identifican, porque constituyen una única sustancia: “a medida que fui descubriendo el verdadero bien comprendí que el conseguir dinero, placer y gloria estorba, en la medida en que se buscan por sí mismos y no como medios para otras cosas.. A mi felicidad pertenece también contribuir a que otros entiendan lo mismo que yo, a fin de que su entendimiento y su deseo concuerden totalmente con mi entendimiento y con mi deseo”[1].

            Es verdad que, al exponer los distintos grados de percipitio oconocimiento existentes, Spinoza tiene en mente a Maquiavelo, solo que, via reflectionis, lo hace retrospectivamente, no de mayor a menor sino de menor a mayor, cabe decir: 1) el conocimiento de oídas o por vaga experiencia; 2) el conocimiento que va de las causas a los efectos, aunque inadecuadamente, por cuanto presupone las causas; 3) el conocimiento que va desde los efectos, mediante la reconstrucción de toda la experiencia de conocimientos anteriores, hasta reconocer(se) y conquistar las verdaderas causas. Esta es la diferencia entre una visión abstracta, meramente cognoscitiva e instrumental, y una visión concreta, constitutiva de la unidad del saber.

            Es así como, a modo de ejemplo, la mayor parte de las veces, la corrupción es percibida o bien como un conocimiento de oídas o por “vana experiencia”, o bien presuponiendo las causas y atendiendo sus efectos, dando por supuesto lo que, en realidad, termina ocultando sus verdaderos orígenes. Y es así como las plagas de la corrupción son casi automáticamente asociadas con la ausencia de políticas efectivas de supervisión y fiscalización, capaces de combatir con firmeza la impunidad, a través de mecanismos de control y vigilancia del funcionariato público. De modo tal que la corrupción -la cual, por cierto, es percibida como un asunto exclusivo de la indebida administración de los recursos del Estado- es un mal que se debe combatir con “la firme, decidida y necesaria tarea de afrontar las averiguaciones orientadas a esclarecer los hechos denunciados en todos los organismos o empresas públicas, en sus relaciones con los particulares”, como ha afirmado recientemente un prestigioso abogado y columnista venezolano.            

            En suma, a la luz de la enmendatio spinoziana, se manifiesta, clara y distintamente, el tipo de percepción a partir de la cual se intenta dar cuenta del fenómeno de la corrupción, así como de los eventuales correctivos de la misma. En tal sentido, la corrupción viene a ser representada en relación con el robo de los recursos públicos mediante el dolo o, lo que es igual, mediante la deliberada voluntad de cometer un delito a la sombra del fraude, la simulación o, incluso, del abierto caradurismo de uno o más funcionarios públicos. De ahí que, dentro de la escrupulosa toolbox organizacional que caracteriza al segundogrado de conocimiento, el término corrupto sea asimilado, conclusivamente, al del ladrón de ‘cuello blanco’ -aunque también podría ser verde o rojo e incluso, últimamente, azul, naranja o amarillo, dependiendo de las instancias y responsabilidades en las que se desenvuelvan ciertos y determinados funcionarios. Johann Wolfgang Goethe, autor de la gran Teoría de los colores, se quedaría sorprendido al contemplar las tonalidades de semejantes Prismas. La formación social contemporánea, hegemónicamente secuestrada como está por las suposiciones y los sobrentendidos instrumentales que surgen inevitablemente de la lógica del entendimiento abstracto, da por sentado el que esa sea la causa primera -el punctum dolens– de los males de una determinada sociedad. La verdad es que bajo esa aparente definición existen fundamentos, tal vez, mucho más hondos de lo que se pudiera llegar a pensar. De hecho, lo que se da por causa es más bien un efecto, una consecuencia de las perversiones del Ethos histórico y social. Perversiones que han calado en el alma de los individuos y en el Espíritu de toda la multitud, tanto en el ser como en la conciencia de todo el ‘bloque histórico’, en plena ‘crisis orgánica’.

            Si las utopías pueden llegar a concreción también lo pueden las distopías. Suponga el lector que existe un país fantástico, tomado de la más fértil imaginación, muy similar al país de Nunca jamás, pero con un Peter Pan chaparrito y regordete -aunque, eso sí, con los “ojitos lindos”- y un Garfio voluminoso a reventar, con el pecho y la panza como un refrigerador de dos puertas. Aparte de la región ocupada por los niños perdidos de manitas blancas y la de los temibles pieles roja, hay una extensa región de corsarios que posee, incluso, una academia de formación pirata, diseñada a contrapelo de la descripción recientemente presentada en la Universidad de Cornell por los investigadores Dunning y Kruger, a propósito de la relación existente entre la estulticia y los niveles de percepción. En ella, los futuros oficiales de la piratería tienen una lista de promedios, digamos, del uno al cien. Los jóvenes piratas se esfuerzan y dan lo mejor de sí durante un largo y hacendoso período de difíciles pruebas. Tres o cuatro años de privaciones, riesgos y sacrificios por “la patria pirata”. Al final, los que obtuvieron mayores logros son relegados a los últimos lugares de la lista de promedios, mientras que los más piratas de los jóvenes piratas -producto de palancas, influencias, negociaciones, conveniencias y recomendaciones de los múltiples Smith que pululan en Nunca jamás– son, de la noche a la mañana, ascendidos a los primeros lugares de la piratería, con el agravante de que estos jóvenes piratas saben muy bien -a pesar de su elemental e instintiva tosquedad, de su patanería, o quizá como resultado de ella- que no tenían los méritos suficientes para llegar a ocupar dichas posiciones. Y es ahí donde comienzan a fraguarse las muy sólidas columnas, los fundamentos, de la futura corrupción que irá en aumento durante toda su muy pirata y mediocre humanidad. Se trata de un modelo tan “exitoso” que se ha hecho modo de ser y ley en el escenario educativo de Nunca Jamás, por lo que ahora van por las universidades autónomas.

            Además, allá, en Neverland, Wendy-pájaro ha montado un “centro de educación” -léase, una “correccional”- para instruir a los niños perdidos. En los exámenes finales, la mayoría de ellos salen “irreversiblemente” aplazados. Pero -¡oh, sorpresa!- no reprueban el año escolar, porque van una y otra vez, “indiferentemente”, a reparación, hasta que Wendy, harta de ver los mismos rostros repara que te repara, y sin ningún tipo de progreso en los estudios, opta por promoverlos al año superior. En el fondo, lo importante no es si aquellos niños estudian o no, porque con independencia de ello, terminarán “salvando” su año escolar. Ni hay mérito ni hace falta. El mérito ha sido declarado “anti-revolucionario” y “violatorio de los derechos humanos”. Más bien, un sistema educativo tan “perfecto” como el descrito tiene que concebir el mérito como un “prejuicio pequeño-burgués”. Lo que conviene, lo que importa, no es la calidad sino la cantidad, o mejor aún, “la transformación dialéctica de la calidad en cantidad”. El sacrificio, el trasnocho, la constancia, en fin, el tránsito por “la calle del medio”, son bufonadas, payasadas inventadas por un sistema burgués-capitalista que impone límites a la igualdad entre los niños perdidos y les niega oportunidades, a ellos, los potenciales pieles roja de ‘la Cota’ o de Petare. Valdría la pena volver a escribir una nueva Guía de los perplejos, para poder justificar la estupefacción ante semejantes representaciones. Pero es así como “funcionan” las cosas en Nunca-jamás, por lo menos desde que el gran Cocodrilo -y sus pupilos, Garfio y Peter Pan– se hicieran del control del territorio, bajo la más descarada estafa. Decía Freud que los niños son, en el fondo, “polimorfos y perversos”. Y fue así como el engaño, hecho modo de vida, devino piratería concreta y fundamento de corrupción, pues lo uno y lo otro se identifican.

            Tuvo razón Spinoza en proseguir y desarrollar la gradación del conocimiento hecha por Maquiavelo. Y es que, en efecto, hay “cerebros” que “disciernen lo que otros entienden”, aunque también los hay que “no entienden ni por sí ni por los otros”. La corrupción no comienza con el cargo del funcionario: comienza cuando se introduce en el niño o en el adolescente la posibilidad de evadir, de tomar atajos, de cultivar irresponsabilidades y mentiras, de transitar por los “caminos verdes”, sin el menor esfuerzo. Es ahí donde se construye la pobreza de Espíritu de un pueblo. A los efectos de la real -no de la vulgarizada- dialéctica de la cantidad y la calidad, da lo mismo hacerse de un cerillo de fósforo que de un millón de dólares. Un antiguo refrán árabe señala que “quien es capaz de robar un alfiler es capaz de robarse un cordero”. De hecho, lo importante radica en ser educado lo suficientemente como para comprender que es una inadequatio, una afrenta al Ethos -y, por ende, a sí mismo- el hurto tanto de lo uno como de lo otro, de lo máximo o de lo mínimo. El saqueo de un país no comienza con el cargo de Presidente, Diputado, Ministro, Embajador, Gobernador o Alcalde. Más bien, se inicia en las “Tres Gracias”, en las tempranas épocas de la militancia “revolucionaria”, con la capucha sobre el rostro, tomando “por asalto” un camión-cava, secuestrando y obligando a su conductor a detenerse en “Tierra de Nadie” para, luego, violentar sus compuertas y saquear su mercancía, antes de incinerarlo. Ahí tiene sus primeros fundamentos el saqueo de todo un país, la innoble y tristísima corrupción en potencia. Y he ahí el más auténtico origen de la ‘bolsa’ de alimentos, del “bachaqueo”, del “carnet de la patria” o de los “bodegones”, con los que se pretende tapar el sol con un dedo. Pero también de los “monómeros” y otras “moléculas en cadena”.

            Para Spinoza, superar la corrupción impone la tarea, paciente y constante, de “consagrarse a la enseñanza de la filosofía moral”, así como lo que denomina “la doctrina de la educación de los niños”[2]. A mayor corrupción de Espíritu mayor hambruna, mayores enfermedades, insuficiencias y carencias, inflación, estallido de las necesidades básicas, ignorancia y pérdida de la humana dignidad, especialmente de quienes, sobre la base de sus logros, de sus méritos, pueden llevar el pan a su mesa y servir de ejemplo a sus hijos. Decía un asiduo lector de Spinoza y discípulo de Hegel llamado Karl Marx, que la fuerza de trabajo es valor y que el valor se traduce en riqueza. Ser iguales significa que todos sean mejores: “a cada quien según sus capacidades”. Pero, ¿Qué puede esperarse de los Cocodrilos, los Garfios, los Peter Pan o los Smith, en una tierra en la que los términos “nunca” y “jamás” acompañan cada intento, cada acto o gesto del saber y del hacer? ¿Qué puede esperarse de un territorio secuestrado por gansters, conducido por parásitos de fe y profesión, que desprecian todo saber y toda eticidad, que han hecho del saqueo y el parasitismo su norma de vida? Pensándolo bien, cada vez se hace más necesaria la llegada de la hora del ¡Tic-Tac!                      


[1]             : B.Spinoza, Tratado de la reforma del entendimiento, §11 y §14, pp 516 y 517 resp., en: Obras completas, a cargo de Atilano Domínguez Basalo, Epublibre, Madrid, 2019, pp.5/2506. 

[2]             : Op.cit., §15, p.517