Mirla Pérez
Doctora en ciencias sociales, profesora titular de la Universidad Central de Venezuela, directora de investigación en el Centro de Investigaciones Populares
Lo que fue, eso será; lo que se hizo, eso se hará. Nada nuevo hay bajo el sol” Eclesiastés 1:9
El socialismo del siglo XXI, como lo denominó Chávez, no es nuevo. Es el mismo “socialismo real” que hemos visto a lo largo del tiempo en distintos países. Fue un modelo que implementó unos mecanismos útiles para la dominación, basado en la mecánica revolucionaria y en la eliminación de las distinciones, un proyecto de masa en función de la homogeneidad de la sociedad.
La novedad no está en el proyecto, sino en las adaptaciones que el poder implementa, por eso es importante estudiar el modelo que se ejecuta. En Venezuela vemos avanzar el Estado comunal, antes “paralelo” o no oficial, bajo la oscuridad de la noche y a la sombra del Partido Socialista Unido de Venezuela, el PSUV. El punto de llegada y de construcción es que el partido tiene que ser el Estado y su sangre la revolución, la lucha de clase, la violencia, de ese modo está claramente expuesto en el Plan de La Patria 2025, p. 16: “No somos el ejercicio de una gestión de gobierno. Somos un proceso revolucionario… Es la reconfiguración popular del Estado, haciendo del gobierno de calle, en sus distintas escalas sistémicas, un proceso constituyente para edificar el nuevo Estado popular, Comunal, soberano.”
Esto no es nuevo, la reconfiguración de las mallas del poder que se sostienen en la práctica, en términos foucaultiano, va dando sustento a los dispositivos de poder o a los distintos mecanismos que lo sostiene. La escala nos ubica en los objetivos cumplidos en la carrera por las adaptaciones producidas en función del sistema diseñado.
Desde esta escala prefigurada, estamos transitando la consolidación del régimen que no necesariamente es un punto de llegada. Los años 2022-24 son determinantes, se cumplirán dos décadas y media en el poder, momentos de contradicción y, al mismo tiempo, de consolidación. Recordemos que la revolución como movimiento, no acaba, está en permanente construcción, esta es la lógica, se sostiene en un mañana que no llegará porque siempre es proyecto.
Siguiendo el proyecto leninista, en el que tanto el partido como la lucha de clase, constituyen los dos grandes motores de la revolución y la historia, nos ayuda mucho en esta interpretación, considerar a Courtois Stéphane, en su texto “Lenin el inventor del totalitarismo”, publicado el año 2021, p. 106:
“Ese partido, formado por ideólogos y obreros comprometidos con su ideología y organizado según el modelo militar de un ejército político, será quien a partir de ese momento produzca la clase revolucionaria… Lenin, al sustituir la clase por el partido, modificó profundamente el pensamiento marxista. En su dimensión mesiánica y cientificista que convertía a la violencia en medio necesario y legítimo, este ya contenía los gérmenes de totalitarismo. Pero Lenin aseguró ese vuelco del pensamiento inventando una organización proto totalitaria, una especie de microcontra-sociedad, donde se experimentó un modo de dominación absoluta que presagiaba tanto el tipo de sociedad con la que soñaba Lenin como los métodos de acción que estaba dispuesto a emplear para conseguirlo. Detrás de ese partido convertido en demiurgo de la historia, se perfilaba la formidable voluntad de poder de su jefe.” (Subrayados míos).
Cuando interpretamos la historia de las revoluciones, cómo se han ido implementando, develando las prácticas que las sostienen, vemos que no hay nada nuevo bajo el sol, viejas razones hablando de nuevos hombres, novedad retórica, adecuación “antropológica” al proyecto ya diseñado por enésima vez en los denominado socialismos reales.
Ninguna novedad en este largo camino revolucionario, el gran proyecto de los regímenes totalitarios es lograr internalizar en la mente de sus ciudadanos el control total, el único mecanismo que les ha servido es el ejercicio continuo y creciente de dominación y de terror, les sirve porque logran estar por mucho tiempo. Se saben finitos, por eso la historia se hace desde la inmediatez, un día a la vez, la sumatoria de estos retazos construyen la línea temporal. Este razonamiento esconde y da fuerza a un proyecto que por naturaleza es débil, porque no se sostiene en la mayoría sino en los dispositivos de poder.
No son eternos, pero los tiempos de los sistemas son mucho más largos que el tiempo humano. Aunque algunos totalitarismos son cortos, pero con grandes tragedias humanas, sociales, naturales, bélica.
Escribir una historia en pleno movimiento tiene el desafío de la imprecisión, asumo el reto, eso lo hace interesante, porque todo devenir es marcado por la libertad humana. El modelo del sistema carece de creatividad, se repite su diseño, una y otra vez, es un dogma, aquí, en URSS, en Cuba, Libia, etc. Lo inédito está en los lugares no ocupados por el proyecto socialista, lo encontramos del lado de la libertad, del contrapoder, de la autonomía humana, en nuestra autodeterminación como pueblos.
Aunque permanezca su poder en el tiempo, los sistemas autoritarios, totalitarios, dictatoriales, socialistas, se la juegan todos los días, porque saben que su dominio tiene techo. El límite es la potencia que tiene lugar en las comunidades, en la sociedad, en la persona que puede reconocerse en su autonomía, pero también en su distinción. Para las culturas, este es un hecho, aunque, necesariamente, no sea una determinación consciente.
El sistema comunal, los socialismos reales, parten del principio que las sociedades se las dominas cuando logran imponer un sistema de asociaciones racionales y pactadas, construidas desde el poder del partido que es un determinado tipo de asociación, ante esto, es importante tener en cuenta la interpretación que sobre la sociedad hace Ortega, 1927, p. 23:
“Uno de los más graves errores del pensamiento «moderno», cuyas salpicaduras aún padecemos, ha sido confundir la sociedad con la asociación, que es aproximadamente lo contrario de aquélla. Una sociedad no se constituye por acuerdo de las voluntades. Al revés: todo acuerdo de voluntades presupone la existencia de una sociedad, de gente que conviven, y el acuerdo no puede consistir sino en precisar una u otra forma de esa convivencia, de esa sociedad preexistente. La idea de la sociedad como reunión contractual, por lo tanto, jurídica, es el más insensato ensayo que se ha hecho de poner la carreta delante de los bueyes.” Nos ayuda para la comprensión esta visión orteguiana, nos coloca en perspectiva la orientación filosófica contractualista que incluye tanto el pacto de los hombres en sociedad como la legalidad que se construye desde la configuración ideológica del partido y se impone a la sociedad, al estilo leninista.
No es la sociedad la que se reconfigura sino el Estado. En Venezuela se está refundando el Estado sin pactarlo, sin refrendarlo ni política ni socialmente, sin vías que garanticen legitimidad y legalidad. Cito nuevamente el plan de la patria, “…reconfiguración popular del Estado, haciendo del gobierno de calle, en sus distintas escalas sistémicas…” y cierran hablando de constituyente en la calle. Nos están cambiando, permanentemente, el marco legal, las reglas del juego, los principios de acción conjunta, por tanto, los derechos y deberes.
Para que los sistemas autoritarios con vocación totalitaria puedan imponerse deben reducir el espacio público, limitarlo a lo político, reducirlo al poder capaz de condicional la vida en su totalidad ya limitada. Ahora bien, si desde la sociedad civil, desde las comunidades, desde la vida ordinaria defendemos la idea que “la vida pública no es sólo política, sino, a la par y aun antes, intelectual, moral, económica, religiosa; comprende los usos todos colectivos e incluye el modo de vestir y el modo de gozar” (Ortega, p. 22), abrimos las posibilidades y quebramos el sistema que busca reducir para controlar y eliminar.
Cuando en la vida pública hay sancochos, relaciones conviviales, juegos, solidaridad, apoyo mutuo, estamos en la práctica de la libertad. El sistema reduce, la comunidad amplía, vive en la pluralidad y en la diversidad de prácticas capaces de reconquistar el limitado espacio de la “política”. He aquí la clave de la esperanza, la experiencia de la apertura, de transitar un camino distinto al sendero reducido de los sistemas con vocación totalitaria que inician siendo políticos hasta lograr colonizar todas las áreas de la vida.
En Venezuela el viejo orden democrático no ha sido todavía sustituido completamente por el sistema comunal, estamos en medio de un territorio en reclamación, en un espacio híbrido, en plena sustitución de un sistema por otro y, en medio, una comunidad en plena resistencia. Si esta resistencia no se acompaña por los actores políticos opuestos al sistema, podemos perder por completo la zona en reclamación. El control del territorio y del poder político lo tiene el régimen, mientras que la democracia está en la idea, en la cultura, en la vida, en la tradición, en la moral, en lo religioso, en la familia y sus valores, etc. Para el régimen somos apátridas, indecentes, escuálidos, porque somos diferentes a ellos. El sistema busca la uniformidad de la masa; nosotros las definiciones culturales solidarias externas a las definiciones del poder que manda. En la voz de Ortega: “La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo, corre el riesgo de ser eliminado.” Desde el sistema, ser como todo el mundo es ser “chavista” porque el mundo lo definen ellos, sino pensamos como la masa seremos eliminados, pero mientras resistamos seguiremos siendo distintos a ellos y seguiremos luchando por la libertad. Somos comunidad, no Estado, he ahí el principio de la libertad: la identidad y la diferencia.