José Rafael Herrera
Profesor Titular de la Escuela de Filosofía de la UCV. PhD en Ciencias Políticas. Honorífico de la Universidad Complutense de Madrid. Emérito del Doctorado Internacional de Filosofía de la Universidad de Los Andes. Miembro del Comité Académico del CEDES (Center for Democracy and Citizenship Studies, FL-USA)
El señor Vladimir Ilych Ulyanov, mejor conocido como Lenin, es el virtual fundador de la versión oriental del marxismo. En su momento, tuvo a bien titular dos de sus más conocidos ensayos como “El Imperialismo, fase superior del capitalismo”, de 1916, y “El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo”, de 1920. El presente ensayo debe su nombre a lo que podría definirse como una suerte de “simbiosis hermenéutica” de lo uno y de lo otro, como consecuencia de los cambios producidos en el horizonte, ciertamente problemático, que tipifican el presente, y del cual las ideologías no pueden salir ilesas, por más que se las pretenda deshistorizar y fijar. En todo caso, más que de una proposición apodíctica, el propósito de las presentes líneas consiste en sugerir algunos elementos histórico-culturales que son, a fin de cuentas, los que permiten configurar la filigrana de las ideas y valores que, al final, dan cuenta tanto de la propia conciencia como del mapa referencial de comprensión del aquí y del ahora. Dichos elementos, como se intentará mostrar, apuntan hacia el progresivo -y tal vez inevitable- deslizamiento del Izquierdismo hacia la gansterilidad como su “fase superior”. Aunque es conveniente advertir que, de acuerdo con la teoría viquiana de los corsi e ricorsi, no toda “fase superior” comporta una mejoría sustancial respecto de su etapa precedente. Acá, en todo caso, el “superior” debe concebirse en el sentido de Schicksal con el cual el joven Hegel dio cuenta del carácter positivo de la religión cristiana.
Después de la consolidación del socialismo soviético, bajo la absoluta hegemonía del stalinismo, la promoción del “materialismo dialéctico” o “diamat”, como fundamento del “socialismo científico”, se extendió rápidamente por Europa, pero también por Asia, África y, por supuesto, por la América del Norte y del Sur, no pocas veces amalgamándose con las especificidades culturales propias de cada región, configurando así un auténtico sincretismo, que el propio Marx definiera en su momento como una de las funciones del movimiento característico de la “ideología”. Una nueva religión positiva -en el sentido dialéctico e historicista del término- había nacido casi imperceptiblemente, paso a paso, en el nombre de la ciencia, de la materia y del “continente de la Historia”. El nuevo Papa de la nueva Iglesia -y, además, su nuevo Emperador papal- fue Iósif Vissarionovich, conocido bajo el pseudónimo de Yosif Stalin, al que los buenos bolcheviques comenzaron a llamar “el padrecito”, no por mera casualidad. En el caso particular del arribo de la nueva doctrina a Suramérica, cuya tradición intelectual se caracterizó por el pasaje desde la teología escolasticista a la Ilustración y de ésta al positivismo, y cuya tradición política marchó desde el caudillismo post-independentista hasta el cesarismo y el populismo. Y justo en el vértice de estos dos elementos unidimensionales se produjo el encuentro con la nueva religión positiva socialista rusa, la que muy pronto devendría sustento para la esperanza de los oprimidos de siempre.
Fue precisamente durante ese período de la historia de la América Latina que comenzaron a circular las primeras representaciones de lo que se dio en llamar “materialismo dialéctico”, siempre al cobijo de la larga sombra del masivo adoctrinamiento, llevado a cabo como definida estrategia político-ideológica por el régimen stalinista. Época de caudillos y “coroneles”, muchos de los cuales habían perdido eventualmente sus cuotas de poder central. O bien porque, en algunos casos, se sentían “llamados” a controlar y tomar posesión de un territorio mucho más amplio, más vasto, que el que -en el reparto de los latifundios post-independentista- les había correspondido. ¿Porqué conformarse con el dominio absoluto de un territorio, de una delimitada región, teniendo por horizonte la vastedad, cuando todo el país podía estar bajo su égida, forjada en el fragor de la guerra? Un pueblo sin formación y sin instrucción, una mezcla de razas, un pardaje, como se decía por entonces, que, al decir de Hume, no pasaba de conformar una población de “niños perdidos”, desorientados y sin un guía, un condottiero, sobre todo ahora que no estaba el rey. Los fámulos necesitaban un padre, un “taita”, un “padre-patrón”. Y entonces, ¿por qué Páez sí y los Farfán no? ¿Por qué los Monagas o los Zamora y no los Castro o los Gómez o los “Maisanta”? Si era cierto que, como decía un viejo adagio bogotano, citado por Carlos Fuentes en El espejo enterrado,la verdadera diferencia entre Conservadores y Liberales consistía en que los primeros acudían a la misa de siete y los segundos a la misa de ocho, se podrá comprender que, en el fondo, se trataba -y aún se sigue tratando- de una cultura para la heteronomía, y no precisamente para la libertad, a pesar de que las llamadas revoluciones se hicieron, todas, invocando su sagrado nombre.
El caudillismo fue la premisa, la base real, sobre la cual se levantó la construcción del marxismo latinoamericano. No es por caso la presencia de la figura mítica y romántica del “Comandante”. Un caudillismo, además, que tuvo en las academias su mejor respaldo argumentativo. Cierta hermenéutica contemporánea, llevada de la mano de la lógica del entendimiento abstracto, presupone que la naturaleza del pensamiento marxista latinoamericano es lo más ajeno, lo más distante, a la cultura de una Latinoamérica criolla y vernácula. Y sin embargo, conviene señalar que esta presuposición comporta una mera retórica simplista e increíblemente artificial. Una retórica que, no obstante, por años ha intentado imponer como su única “lógica” el “anti-marxismo”. La crítica de la razón histórica permite comprender que la realidad es otra, y es muy distinta. De hecho, las colonias de la América del Sur recibieron una formación cultural escolástica, por lo demás ya coagulada, sustentada sobre los rígidos principios implantados por un catolicismo contra-reformista, que hizo del dogmatismo y la ortodoxia de la fe sus mayores virtudes, siendo, además, el “santo oficio” la garantía de su fiel cumplimiento. No debe olvidarse que después de la caída del Imperio romano de Occidente y transformada Constantinopla en la nueva sede Imperial, el catolicismo, ahora bajo el dominio político y el influjo cultural del bizantinismo, nunca más volvió a ser el mismo. El llamado “crisol” de tradiciones cristianas occidentales y orientales, que se refleja tanto en el arte como en la liturgia eclesiástica, marcaría, de ahí en adelante, la historia de la civilización occidental. La fe positivizada y puesta en manos de la teología filosofante, con el tiempo, se transformaría en el fundamento, no siempre visible, de la lógica del entendimiento abstracto. Y la corona española tuvo la necesidad, a fin de liberar definitivamente a la península del poder musulmán y consolidar así su reinado, de implantar la versión positiva, oficial e institucional -por decirlo así-, es decir, la versión universalmente aceptada, del cristianismo, y lo hizo, como se sabe, a sangre y fuego, “a Dios rogando y con el mazo dando”. Las colonias del nuevo imperio no podían estar exentas de esta experiencia de la conciencia histórica, y sus instituciones fueron construidas “a imagen y semejanza” de las instituciones del ahora todopoderoso reino “católico, apostólico y romano” de los señores de una España en la que el sol nunca llegaba a ponerse, dada la inmensidad de su extensión. Súmense a la influencia bizantina los ochocientos años de dominio musulmán en tierras españolas y se tendrá un panorama, más o menos aproximado, de las razones por las cuales el cristianismo pasó de ser la religión de la libertad para devenir un aparato productor de una ideología que hizo de la heteronomía su sacramento y su signo.
Decía Spinoza -y no sin razón Hegel y Marx asentían- que la libertad es la conciencia de la necesidad. Las circunstancias determinan a los hombres, pero en la misma medida en la que los hombres hacen las circunstancias. Sólo comprendiendo los orígenes se puede llegar a comprender, decía Aristóteles. Pero quien comprende –observa Vico- sólo puede hacerlo desde el presente. La historia en sentido estricto solo puede ser historia contemporánea. Por eso mismo, conviene comprender que si es verdad que la actitud de la Compañía de Jesús en la América Latina fue muy distinta a la que tuvieron en la Europa de las persecuciones masivas contra la “herejía” y la “blasfemia”, las cámaras de tortura, las confesiones y las hogueras, de las que Giordano Bruno fue no solo una de las víctimas sino, tal vez, el más emblemático ejemplo de la vileza del cristianismo positivo, no menos cierto es el hecho que, del mismo modo como ocurrió con el barroco, lo que allá en Europa fue símbolo de conservatismo y reacción, en la América hispana fue signo de sincretismo progresista y revolucionario. Pero la lógica de la identidad, excluyente como es en sí misma, inherente a todo maniqueísmo “amigo-enemigo”, “izquierda-derecha”, “arriba-abajo”, “todo-parte”, etc., es en sustancia la misma. Los espejos, al decir de Jorge Luis Borges, son abominables porque además de que todo lo multiplican, habría que añadir, todo lo invierten. De la teología de la Ilustración jesuita y de su pesado fardo ortodoxo, del cual surgió y se nutrieron las universidades latinoamericanas, inevitablemente tenía que surgir el positivismo, el mismo que sirvió de sustentación a los caudillos que se hicieron del poder de los Estados. Pero, además, fue el positivismo la premisa lógica necesaria para que surgiera el interés por el diamat, como consecuencia necesaria de sus tesis fundamentales.
Ese modelo enajenado, ideológico, estrictamente propagandístico, pleno de religiosidad, de fanatismo y ortodoxia, de fe “científica” en un mañana de inevitable igualdad, justicia social y progreso, en fin, la revelación de un nuevo evangelio, el anuncio de la buena nueva del “asalto al cielo” que finalmente lo obligaría a posarse sobre la tierra, fue el modelo que, desde la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, llegó a la América Latina, como también a otros continentes del mundo. Y, no por caso -abundan los ejemplos-, los primeros comunistas convencidos fueron los hijos, los sobrinos o los nietos de los señores latifundistas, de los Coroneles, conservadores o federales -da lo mismo-, que formados en las universidades, primero escolásticas, luego iluministas y más tarde positivistas, ahora, freudianamente, asumían como inevitable consecuencia que el marxismo revelado no podía no ser más que el “salto cualitativo” de la teología a la metafísica y de la metafísica a la ciencia de la sociedad, como diría Comte. Las inexorables “leyes científicas” de la historia mostraban con meridiana claridad que el Paraíso se encontraba a la vuelta de la esquina y que solo había que empujar el paso un poco para “voltear la tortilla”.
En una de sus mejores creaciones dramatúrgicas, bajo el título de “La dueña”, José Ignacio Cabrujas supo captar este itinerario que, en las elegantes reuniones sociales, organizadas para las cumbres de la élite social -la de los ya mencionados “grandes cacaos”-, fue desplazándose desde el vino al cognac y desde el cognac al whisky. Quizá le faltó tiempo de vida a Cabrujas para poder dar cuenta del “salto cualitativo” desde el whisky al vodka y desde el vodka a ron caribeño, e incluso -¿por qué no?- a la marihuana y a la cocaína. Y es que ese pareciera ser el itinerario de la llamada Izquierda del tiempo presente. Los inicios de siglo suelen ser difíciles, para decirlo con Dickens. El siglo XXI no ha sido, en todo caso, la excepción a esta lección del devenir histórico. Pero la afectación que sus dificultades ha traído, a los efectos del reacomodo estratégico y táctico de la Izquierda en América Latina, no solo han sido complicados, por decir lo menos, sino sobre todo tragicómicos. Decía Marx que si, ciertamente, la historia se repite dos veces, como observara Hegel, la primera vez culminaría en tragedia y la segunda en comedia. Ese pareciera ser, después de la caída de la URSS, el corso y el ricorso de la Izquierda, por lo menos en Latinoamérica.
Los preceptos religiosos, devenidos dogmas de los cuales se nutre el fanatismo, terminan en la prepotencia que tipifica a toda audaz ignorancia. Si ya todo ha sido pensado y dicho, pues ya no hay más nada que pensar ni decir. En consecuencia, ¿qué sentido podría tener la revisión crítica y hermenéutica o la reconstrucción del propio itinerario histórico, el reordenamiento de ideas y valores que son “indiscutibles”, “científicos”, “eternos”? ¿Para qué preguntar por la vigencia contemporánea del marxismo, al pari de los tiempos de la reproductividad técnica y la razón instrumental? Lo único que queda pendiente es la acción, a lo que, por cierto, torpemente se le denomina “praxis”. Lo único que queda, lo que importa, es sobrevivir frente a las trampas tendidas por el Imperio, que pretenden retardar el inevitable destino socialista del planeta. Así que, después del Apocalipsis soviético, solo queda reacomodarse, readaptarse y sobrevivir. Y he ahí donde entra en escena la innegable astucia y cavilosidad de Fidel Castro. Después del desmoronamiento de la URSS y de sus llamados “satélites” de la Europa del Este, la sobrevivencia fue la primera motivación tangible, objetiva, para darse a la tarea de remendar y redimensionar lo que hoy, a fuerza de deslizamientos, se ha convertido en una próspera franquicia: el Foro de São Paulo.
Un caso emblemático, en este sentido, es el Partido Socialista Unido de Venezuela, el PSUV, con el que nadie debe confundirse: el Marx -o el Hegel- que sus muy contados lectores se representan está mediado por los folletines de la vieja propaganda stalinista y maoísta de los años ’60 y ’70 del siglo pasado, seguido de las atrocidades del “Materialismo Histérico” de Louis Althusser o Marta Harnecker, cuya influencia en la llamada “generación boba” fue crucial y cuyo único mérito consistió en haber reducido la filosofía marxista a un vulgar esquema de simplismos vendidos como “la ciencia revelada”, De nuevo, se trata del entendimiento abstracto. De él a la barbarie totalitaria, al despotismo que se oculta detrás del populismo, a la confiscación de los derechos fundamentales y de la libertad, en fin, a la consagración de la pobreza material y espiritual de los pueblos, no hay mayor distancia que la pautada por la gansterilidad. ¿Alguien puede imaginarse al teniente Cabello leyendo la Fenomenología del Espíritu de Hegel o la Miseria de la Filosofía de Marx? ¿Alguien a Maduro “revisando”, aparte del libro rojo de Mao, la Lógica de Hegel o los Grundrisse de Marx? Si el psiquiatra Rodriguez hubiese leído El 18 de Brumario, de Marx, sabría que en Venezuela no gobierna la clase trabajadora sino el lumpen. Los muy empíricos se tragaron el cuento de que “la práctica supera a la teoría”, porque nunca concibieron a la teoría como praxis. Asaltar el poder en nombre de ideas que se desconocen, de representaciones “de oídas o por vaga experiencia”, de ficciones acomodaticias, a la medida, son el destino final de una Izquierda que bien pudo significar una auténtica transformación del ser y del pensar de toda la América Latina.