Desde que Andrés Bello, al final de la Colonia, escribía un resumen de la historia del país, los venezolanos nos hemos inclinado a ver el recuento de nuestro pretérito como anuncio y vaticinio del porvenir […]. La Independencia comenzaba un proceso que –como todos, en el devenir histórico– para lograr sus fines debía surcar las más varias y tormentosas corrientes de adversidad. Invocando a Bolívar como el dios tutelar que se llevó temprano la muerte y vaticinando, también, todos los recursos que nuestro país puede ofrecer al mundo, viven y padecen muchas generaciones venezolanas […]. Contemplando los grabados de una revista como El Cojo Ilustrado, se puede fijar el repertorio de lo que los venezolanos eran y de lo que soñaban, en relación con otros pueblos, a fines del siglo XIX.
[…] Casi había un contraste trágico entre la ambición y grandeza de nuestra Historia, cuando en el período de la Independencia los venezolanos ganando batallas, formando repúblicas y haciendo leyes se desparramaron por media América del Sur, y en lo que habíamos terminado siendo. […] Hasta los cuentos de José Rafael Pocaterra y de Rómulo Gallegos, estas musas de nuestra tierra caliente guardan las flores del novio que se fue; rezan y suspiran en voz baja. Parecen los testigos y acompañantes del continuo desastre que hicieron los hombres: guerrilleros, políticos, aventureros, soñadores frustrados o simples “balas perdidas”.
[…] A la escasa oligarquía culta y a la vieja prudencia de comerciantes y hacendados, que en medio de la general estrechez representan todavía un poder económico, se confía Páez en 1830 para organizar el país. Debe apaciguar y someter a sus propios conmilitones y acostumbrarlos a un orden civil que, si no es el de la democracia perfecta, parece una traducción tropical de la monarquía inglesa. Se cuenta para este orden […] saber escuchar a los hombres inteligentes del país.
[…] Se siembra café, cacao y añil; se restauran las viejas haciendas que habían enmalezado el abandono y la guerra, […]. Don Fermín Toro recibe sus revistas inglesas y francesas; estudia los problemas que han engendrado la Revolución industrial y los abusos del liberalismo económico, y las primeras consignas del socialismo romántico agitan la alborotada cabeza de Antonio Leocadio Guzmán. Nace una literatura venezolana, ya bastante vivaz y decorosa en las primeras páginas de Toro, Baralt, Juan Vicente González y en los escritores costumbristas del Mosaico. Se empieza a creer en la inmigración europea y en la educación regeneradora, y llegan los primeros inmigrantes […]. Hombres de tanto genio como Vargas y Cagigal fundan lo que puede llamarse nuestra medicina y nuestra ingeniería modernas.
Claro que hay problemas no resueltos y sin posibilidad de solución […]. Cuando el gran demagogo liberal Antonio Leocadio Guzmán sale de la cárcel y se le conmuta la pena de muerte, al ganar la presidencia Monagas, se pudo hacer la ilusión de que los liberales llegaban al Poder. Llegaba solamente, con toda su omnipotencia y su cólera, la familia Monagas. Y en nombre del liberalismo, que administran en uno que otro decreto –más verboso que real– los doctores y licenciados que sirven al caudillo, se malogran esperanzas y burlan necesidades del pueblo venezolano. […] Desde 1846 se está gritando insistentemente: “¡Abajo los godos!” Y encubierta bajo el mágico nombre de “Federación”, la guerra de los cinco años desea completar radicalmente lo que no realizó la Independencia. Fue un poco la guerra de los pobres contra los ricos, de los que no podían pagar sus deudas contra los ávidos acreedores, de los que no tenían linaje contra los que abusaban de él, de la multitud preterida contra las oligarquías. […] Sobre la “catarsis” del desorden y el igualitarismo a cintarazos que se abre con la Guerra Federal y en los diez años que la siguen, se erigirá, finalmente, en 1870 la fanfarrona omnipotencia de Guzmán Blanco,
[…] Bajo el cesarismo guzmancista –a pesar de la prensa oficial, de la escasa libertad política, de la vanidad del caudillo y de lo que se llamó irónicamente la “adoración perpetua” –, Venezuela se limpia las cicatrices y costurones de diez años de anarquía […] de las sierras andinas avanzan con Cipriano Castro los nuevos dominadores con quienes se inicia el siglo XX. En el séquito de Castro […] viene un compadre taciturno […]. Se llama Juan Vicente Gómez […]. De un país insolvente, intimidado por las escuadras europeas en 1903, porque no podía pagar las deudas de noventa años de revoluciones, Venezuela comenzará a guardar en la alcancía fiscal bajo el despótico, largo y abrumador protectorado de Juan Vicente Gómez. (Hablamos de alcancía fiscal porque no existe durante los veintisiete años de dictadura nada que se parezca a una política económica ni nada que mejore a fondo las condiciones sociales.) Como se concede tan generosamente el petróleo a los consorcios extranjeros a partir de 1917, puede afirmarse en una Venezuela que se cansó de las revueltas y parece adormecida en el letargo de una existencia provinciana donde la mayor seguridad es no estar en la cárcel. Fue, sin duda, la época más cruel de nuestra historia republicana. Los carceleros de La Rotunda, de Puerto Cabello, de San Carlos, se encargan de los civiles que siguieron invocando la libertad y a quienes en el lenguaje de los periódicos cortesanos se les llamaba los “malos hijos de la patria”. Los “buenos” eran los que acompañaban al General en sus paseos por las haciendas aragüeñas; los que se prestaban para la continua farsa de sus congresos; los que ofrecían su nombre para onerosos contratos con las compañías extranjeras; los que se repartían, a más de sus sueldos, las secretas pensiones y dádivas del “Capítulo séptimo”. En las provincias, la paz y el orden del régimen es mantenido por pretorianos feroces con vocación de “genocidas”.
[…] Y aun una brillante generación de escritores venezolanos, los de la generación modernista que habían escrito algunos de los libros más significativos de nuestra Literatura, se callan, se destierran o caen en el servilismo y la monotonía de la prosa oficialista y el poema de encargo, durante el sopor espiritual de la dictadura. Casi lo mejor y más viviente de las letras nacionales de entonces se escribirá en las cárceles o en el exilio.
[…] A pesar de los automóviles, quintas y piscinas, de la plutocracia y de la magnitud que ya adquirían las explotaciones petroleras, […] al fin murió Gómez en 1935 […]. Diríase que en inteligencia, creación e inventiva poco habíamos adelantado en los largos ochenta años que ya nos separaban de la guerra federal. No era sólo la ignorancia y pobreza del pueblo, la vasta necesidad que invocando a Santa Rita o a Santa Bárbara, abogadas de lo imposible, venía de la inmensidad silenciosa, sino también la ignorancia y el abuso de quienes en tres décadas de tiranía se convirtieron en clase dirigente. Muchos de los malos sueños y la frustración del país, se fueron a enterrar también aquel día de diciembre de 1935 en que se condujo al cementerio, no lejos de sus vacas y de los árboles y la yerba de sus potreros, a Juan Vicente Gómez [quien] no distinguía entre el tesoro público y el tesoro privado [y] sabía anular y deshacerse con la más cautelosa malicia, de todos sus enemigos […]. Algunos de los miedos, los espectros, las supersticiones de la época pasan a través de varios libros reveladores: Doña Bárbara de Rómulo Gallegos o las Memorias de un venezolano de la Decadencia de José Rafael Pocaterra. Libros que parecían enseñar el arte duro, cruel y violento, de ser venezolanos en días tan difíciles.
Podemos decir que con el final de la dictadura gomecista, comienza apenas el siglo XX en Venezuela. Comienza con treinta y cinco años de retardo. […] Los desterrados, principalmente los jóvenes que regresan a la muerte del tirano, traen de su expedición por el mundo un mensaje de celeridad. Era necesario darle cuerda al reloj detenido; enseñarle a las gentes que con cierta estupefacción se aglomeraron a oírlos en las plazas públicas y en las asambleas de los nacientes partidos, la hora que marcaba la Historia.
[…] Rehacerlo todo, reedificarlo todo, ha sido el programa venezolano en los últimos veinticinco años. […] Si no están resueltos los vastos problemas educativos, económicos y humanos acumulados en larga herencia de empirismo, sin duda que un nuevo método y una nueva actitud para abordarlos se desenvuelve en el último cuarto de siglo. Y ni una dictadura ya anacrónica, montada en unos años de boom económico, bien abastecida de policía política y de tanques de guerra como la de Pérez Jiménez, logró cambiar la voluntad democrática y reformadora que ya había arraigado en las gentes. En diciembre de 1952, por ejemplo, cuando Pérez Jiménez quiere que el pueblo le elija y ha repartido grandes sumas para el fraude y el cohecho, de toda la nación le llegan como bofetadas, las papeletas de repudio. Mal aprendiz de superhombre se monta sobre sus máquinas de guerra, expulsa y encarcela opositores o quiere adormecer toda protesta en la marejada de negocios y millones que el resurgimiento económico de todo Occidente y la demanda universal de petróleo, vuelcan precipitadamente sobre el país. Pero a diferencia de Gómez ya ni siquiera se le puede llamar un hombre fuerte, y sólo le rodean en su aventura regresiva, gentes de segunda categoría […] Usufructuaria del régimen es una clase publicana que descubrió el arte de los más veloces negocios, de las compañías fantasmas, de vender al Gobierno a mil lo que les costó veinte, y con el dinero demasiado fácil imponer a todos su derroche y atapuzado mal gusto. Era un grupo destinado a reventar […] cuando el pueblo, los intelectuales, los técnicos y los oficiales de una nueva promoción, se decidieron a derrumbar al sub-superhombre en 1958.
Quizás quienes contribuyen más a la lucha contra la dictadura son los que en un ensayo de esos días me atreví a llamar las “gentes del autobús”; las que no salían a las cuatro de la mañana de los clubes elegantes y carecían de “yate” para pasear “sirenas” en la isla de la Orchila. Se empezó a formar en los últimos veinticinco años una clase media; la que con su trabajo y estudio […] ganó su sitio en el mundo. El desarrollo económico y social, el crecimiento de las ciudades, el requerimiento de una producción más calificada estaban fijando para el hombre venezolano nuevas metas y horizontes que los que podían preverse […] En ese último cuarto de siglo también la mujer –que antes fue sólo testigo silencioso del drama– se incorporó activamente al magisterio, la administración, las profesiones liberales, los partidos políticos y el parlamento; a la vida de la nación.
Si nuestros problemas son un poco distintos a los de 1936 [o de 1980 o 1995], asumen también diversa prioridad y jerarquía. En las estadísticas de las Naciones Unidas somos, con toda la América Latina, países “insuficientemente desarrollados” […]. El desorden de los gastos y el derroche en obras de ornato bajo aquel régimen, que careció de planteamiento económico y social, acumuló en las ciudades, succionándolo de los campos, un proletariado paria, sin oficio, preparación y destino, que no sirve para la industria y vive un poco de la “emergencia” y la aventura. Desde el momento de la recuperación democrática del país en 1958 se habló de reforma agraria [la cual] comporta una política paralela de tecnificación e industrialización agrícola a que habrán de dedicarse inmensos recursos […]. El problema educativo también presenta una perspectiva diversa […]. Pero el problema educativo en un país como Venezuela con sus recursos naturales, riqueza minera y la población todavía escasa, nos plantea un complejo desafío. Porque […] hay que preparar, para todas las invenciones y manipulaciones científicas y técnicas de la época, a los sabios, expertos y especialistas que se exigen con casi desesperada urgencia. Muchos inquieren si en nuestras Universidades, con excesivo bullicio político, algaradas, mítines y discursos de demagogos, habrá riguroso sosiego y disciplina de trabajo que exigen la ciencia y la tecnología actuales. Y si por preferir el alboroto, las Universidades no forman estos calificados especialistas, las empresas, industrias o el Gobierno que los necesiten, tendrán –con mengua de nuestro patriotismo– que buscarlos en el extranjero.
Quizás los estallidos de desorden que frente a la voluntad de orden democrático siempre se produjeron en el país, sean también un sutil y complicado problema de cultura colectiva […]. Hay que continuar civilizando la política como todas las actividades humanas, como el deporte, el amor o la cortesía. Hay que enfriar a los fanáticos que aprendieron una sola consigna, se cristalizaron en un solo “slogan” y no se afanarán en comprender y discutir lo distinto para que no se les quebrante su único y desesperado esquema. [El siglo XXI] emerge en la inmediata lejanía, con sus promontorios y cordilleras de problemas. [Aunque] brota también de nuestra época una más humana esperanza. La Ciencia, la Técnica y sobre todo el fortalecimiento de la conciencia moral, pueden ayudarnos a ganar las nuevas batallas y aventuras del hombre sin necesidad de “paredones” y guillotinas […] en el año 2000, [los venezolanos] podrían vivir en concordia, seguridad y justicia si nos dedicamos a la seria tarea de valorizar nuestro territorio; si trabajamos y estudiamos de veras, si aquel igualitarismo social que proclamó hace ya cien años la guerra federal se realiza en la educación para todos, en la equilibrada distribución de la renta pública; en salvar por medio del impuesto y la seguridad social los tremendos desniveles de fortuna. Y sentir lo venezolano no sólo en la Historia remota y el justo respeto a los próceres que duermen en el panteón, sino como vivo sentimiento de comunidad, como la empresa que nos hermana a todos.
[…] El país es hermoso y promisorio, y vale la pena que los venezolanos lo atendamos más, que asociemos a su nombre y a su esperanza nuestra inmediata utopía de concordia y felicidad.
Primera publicación en: 150 años de vida republicana (1811-1961). Ediciones de la Presidencia de la República, Caracas, 1963. Volumen I, pp. 35-48.