María Del Pilar Puig
Antes de hablar de la novela que vamos a presentar hoy, y para quien no lo conoce, voy a contarles un poco acerca de Eloi. Es periodista, ha trabajado en importantes medios impresos, durante muchos años fue profesor de la Universidad Central de Venezuela en la Escuela de Comunicación Social. Valenciano, nacido en El Cabañal, emigrado a Venezuela muy niño. A pesar de que trabajamos en la misma Facultad de Humanidades, yo en la Escuela de Letras, y saberlo también valenciano, por circunstancias inexplicables nunca fuimos amigos allí. Lo conocía por referencias, no recuerdo que hayamos siquiera conversado. Sin embargo, cuando supo que yo estaba aquí, de inmediato me contactó con mucho cariño, que correspondo a él y su esposa, Gladys. Durante estas Fallas extemporáneas, compartimos gratas caminatas, una noche, me tomó de los hombros y mirándome me preguntó, casi como si se lo preguntara a sí mismo: “¿Estás contenta de volver a tu tierra?”. Ahí solo hubo emoción, que se la agradezco porque ayudó a disipar incertidumbres y titubeos. En verdad ambos tenemos dos tierras: España y Venezuela, es decir, vivimos con el “corazón partío”, en cualquier lado donde nos encontremos. Eloi tiene empatía e inteligencia para amistar con los demás, y eso lo transmite en su escritura.
Pero vamos a lo que vinimos. La presentación de un libro. Se trata de la primera novela de su autor, escrita en 1998, sí, ese mismo año cuando Chávez ganó las elecciones, por lo cual Eloi encuentra en ella rasgos premonitorios. Según confiesa él mismo, fue soñada antes que escrita, casi podríamos decir que se trata de una escritura al dictado, resultado de una quimera romántica, siendo como es, muy realista, casi naturalista en ocasiones por su insistencia y detalle al reflejar fehacientemente la realidad. Salió de imprenta en 1999 con el sello de Editorial Planeta. Y, en 2001, resultó finalista del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos gracias al apoyo de Roberto Bolaño, quien argumenta su preferencia en estos términos: “…me gustó, y mucho. La leí de un tirón y la atmósfera entre gótica y tropical me divirtió muchísimo (se trata de) una novela agonista y al mismo tiempo, si eso es posible, una novela policial que no da tregua al lector”. Una nueva edición de Planeta en Colombia recibió el título de La araña del Majestic.
También Eloi ha publicado otras novelas, Ellos eran tan bellos, aquí en Valencia, en 2019 (esta novela obtuvo el Accésit al Premio Spectrum Arts-Talleres Fuentetaja y fue publicada en Barcelona por Carena). Es un relato autobiográfico acerca de la relación de amistad, enamoramiento y matrimonio de sus padres, muy jóvenes aún, durante los años cincuenta; la muerte de su padre a consecuencia de la riada del 57, el año de su nacimiento, y la posterior decisión de la madre de emigrar a Venezuela. Se trata de un hermoso texto, lleno de calidez y cariño por lo perdido, lo encontrado, lo perdido y lo reencontrado; queda claro que en todos los textos de Eloi el elemento autobiográfico está muy presente, en ocasiones poetizado o convenientemente diluido, pero también de manera evidente.
En El show de Willy (Carena, 2015), telenovela venezolana en 23 actos, narra como si se tratara de un culebrón criollo, el auge y caída de Willy. Aunque Eloi ha repetido que su nombre no alude a ningún personaje real, para mí, sí lo hace. Pudiera ser acaso otro texto premonitorio, de cualquier modo, el nombre de la novela siempre me produjo escalofríos, plenamente justificados a la luz de acontecimientos recientes y muy dolorosos: la obra cuenta la historia de un humilde muchacho encumbrado, reverenciado por su ingenio. Luego su aparatosa caída y desprecio general; todo narrado desde el lado oscuro de la televisión, el espectáculo y la corrupción política.
Este rasgo premonitorio, el propio Eloi lo ha apreciado en otras de sus piezas, tanto en la novela que hoy presentamos como en Cuando amas debes partir. Esta novela, Cuando amas debes partir (Seix Barral, 2006), ganó ese mismo año el Premio Nacional de Narrativa Salvador Garmendia, de la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello, en su primera edición y el de Mejor Libro de Narrativa de 2007. Es la segunda novela de la trilogía prometida sobre Fernando Castelmar y el Comisario Dávila. Su trama está situada en 1989, singular tiempo cuando ocurren el Caracazo y la caída del Muro de Berlín.
Con Amantes letales (Ediciones B, 2012) y ocho libros de relatos, completamos la narrativa publicada hasta ahora por nuestro amigo. Algunos de estos textos han sido galardonados con importantes premios como el Juan Rulfo-Semana Negra de Gijón en 1998, por el relato policial “La inconveniencia de servir a dos patronos”. O el premio Carlos Castro Saavedra de la ciudad de Medellín con el cuento “Esvástica de sangre”, en 1995. Eloi, asimismo, recibió el Premio Municipal de Narrativa de la Alcaldía de Caracas, en 2005 por el libro de cuentos Autorretrato con Minotauro, calificado por su autor como “fuertemente autobiográfico”.
Pero regresemos a nuestra novela de hoy, Las alfombras gastadas del Gran Hotel Venezuela, que es una novela de detectives, o novela negra o novela policial, un género al que nunca me he dirigido con ánimos de estudio, por lo que desconozco casi todo acerca de su teoría, si bien las disfruto muchísimo. Así pues, leí la novela como lo que es, una novela, tal como solicitaba Vázquez Montalbán que se tratara al subgénero. Su lectura resulta apremiante, el ambiente recreado de manera plástica envuelve tanto por su oscuridad como por el desarreglo general de los lugares en que se desarrolla la trama, pues donde no hay caos este es sustituido por un ambiente frío y desalmado, que hiela la sangre.
La novela comienza con la preparación de Fernando Castelmar para un viaje de vacaciones, durante el cual pretende terminar la novela que aún no ha comenzado; un periplo por la caótica Caracas hasta llegar a la estación de autobuses para ir a Maracay, nos convence de que el vivir exterior transcurre en un verdadero caos que hace ósmosis al interior; la desorganización, por supuesto, no termina al llegar a la otra ciudad, donde se tomará un nuevo autobús hacia un pueblo, fundado por Yagüe en las proximidades de la bahía de Cata, porque, sin duda, esa -y no otra- es la hermosísima carretera por la que a Cacaotal llegamos. En las medianías entre la playa y el monte encontramos un gran hotel construido con estilo indefinido entre los estertores del gomecismo y los esplendores del perezjimenismo, aunque evidencia sin recato el deterioro de esas construcciones en los años ochenta (la conservación del patrimonio no es rasgo criollo); en fin, el Gran Hotel Venezuela “fue pensado -dice el narrador- para un país que no llegó”. La descripción del lugar es muy detallada porque Castelmar debe esperar pacientemente hasta ser atendido; va mirando los viejos archivadores metálicos pintados de gris, debidamente desconchados y con una gaveta desvencijada, un fax, “una centralita de la época de Los Intocables” y el infaltable ventilador. Además, afiches con la leyenda “Venezuela, el secreto mejor guardado del Caribe” y muchas fotos, muchísimas: “algunas en blanco y negro y otras en color, pegadas a la pared. En cada una de ellas sonreían diversos personajes, algunos muy conocidos como el Papa, Kissinger, Pelé, Julio Iglesias, el Dalai Lama, Charlton Heston, Rómulo Betancourt”. Pero lo que me fascinó y convenció de que Eloi además de observador agudo es un folklorista es la descripción de “una muchacha morena y regordeta que mascaba chicle y lo miraba con cara de interrogación”. Cara de: “ajá, y usted qué quiere”, aunque a la afirmación de Castelmar respecto a su reservación, haya respondido: “¿A nombre de quién?”. Sin embargo, a pesar de este esfuerzo profesional, no nos decepciona porque de inmediato pregunta, “leyendo con el dedo”, la inexistente lista de huéspedes: ¿Castelmar con ka? La pobre le cae tan mal al autor que contra ella emplea una técnica de desprestigio que me recordó a Clarín en La Regenta, cuando el donjuán provinciano, que tan mal se ha portado con Ana Ozores, estando un día en paños menores, siempre poco dignos, se mira al espejo contempla orgulloso su todavía hermoso cuerpo; entonces, dice el narrador con parsimonia que, en su pecho virilmente velludo, descubrió un pelo blanco. Aquí, justo antes de que apareciera la recepcionista de ojos achinados y pelo lacio e indiado, tongoneándose, mientras Castelmar se distraía observando el ambiente, nos comenta el narrador que se escuchó “El ruido de una poceta descargando sus aguas desde algún ignoto retrete”. Traigo estas descripciones tan realistas y bien logradas, leídas, además, apenas se inicia la novela, como una muestra del humor que en medio del oscuro y brutal ambiente de muerte y corrupción que signa el relato encontrará el lector. Mediante las descripciones físicas se va diseñando el carácter de los personajes, su interioridad. Quien ha vivido en Caracas, puede reconocer personajes de nuestra historia, como esta recepcionista, ejemplar representante de una burocracia aletargada e ineficiente siempre dispuesta a fastidiar al prójimo, hija del muy corrupto jefe civil y ganadora, cómo no, del concurso de belleza de Mis Cacaotal, o la Flor de Cacaotal; la niña minada del jefe civil responde al nombre de Democracia Vargas. Estas muestras risibles de situaciones absurdas tan frecuentes en Venezuela, confirman que esta novela -como el género al que pertenece- es un espejo para mirar la sociedad que todos, queramos o no, contribuimos a formar. Muy pronto este humor sardónico se hará menos frecuente y dará paso al crimen y la maldad.
Ya vimos cómo Eloi reconoce en sus novelas algo de premonitorio, esta tiene mucho, si en Cuando amas debes partir se refleja el Caracazo y la Caída del Muro de Berlín, en esta, segunda de la trilogía, imaginada, soñada y escrita en 1998, se proyecta el chavismo -un narcorrégimen- y la inaudita incapacidad, destrucción, corrupción y crimen que lo sostienen. Apoyo en que no tiene poco mérito la soberbia y vanidad del riquísimo Términus, detestable gánster que recibe en su castillo diciendo: “bienvenido a mi humilde morada”. ¿Es posible ser más odioso? Venezuela hoy abunda de esos gánsteres bolivarianos.
Otro personaje que captó de inmediato mi simpatía es Antonio Agraz, cuya historia se puede ir completando con las circunstancias y carácter de un personaje de Ellos eran tan bellos,de 2019, lo cual nos habla de esta especie de creación circular o de vasos comunicantes propia de la obra de Yagüe. Aquí el personaje es el barman del hotel, “un señor alto y delgado, sin pelo y de rasgos españoles, que a Castelmar le pareció conocido (…) Le calculó entre sesenta y setenta años, y su buen porte hacía pensar que en su juventud había practicado la cultura física. Su aspecto, además, era impecable: chaqueta y camisa blancas, corbatín negro, no costaba mucho imaginárselo en esmoquin, y sus gestos denotaban un gran profesionalismo en su oficio, así como muchos años de experiencia”. Cuántos emigrados a Venezuela reconocemos en él a un hombre que hemos visto muchas veces caminando por La Candelaria, de suerte variable, aunque con el fracaso siempre pisándole los talones; uno de tantos conocidos de la familia, que en ocasiones acogíamos, pero de cuya vida no hemos vuelto a saber, otro de los que se perdieron por allá, más lejos que más nunca. Me produjo mucha ternura encontrarme con él dignificado por la literatura. El diseño de los personajes, como se ve, es muy interesante y acertado; a pesar de que se trata en líneas generales de fracasados, resentidos, corruptos, algunos de ellos parecen guardar un rescoldo de humanidad que, si no los hace agradables, al menos les preserva una cierta empatía. Otros no, solo son viles.
Las alfombras gastadas del Gran Hotel Venezuela, como novela negra que es, se desarrolla en un clima opresivo, oscuro, lleno de violencia, pero, sobre todo, injusto y laberíntico, pleno de maldad y crueldad ejercidas por varios personajes imposibles de exculpar de ningún modo, pues saben muy bien lo que hacen y por qué; poder y dinero, sobre todo. También temor al fuerte, de cuya voluntad o capricho depende la fama y la seguridad, tanto como la vida propia y de la familia. Ni el jefe civil ni el comisario de policía ni sus subalternos, todos tan inmorales, corruptos y criminales, como los pobres diablos que asesinan por brutos, cuando les bastaría robar, ninguno, objeta ni reprueba los crímenes que cometen por orden de su mafioso jefe o por voluntad propia. Todos los asesinatos de la novela tienen rasgos psicopáticos de variada condición: desde la brutalidad sin motivo o la venganza sin propósito, hasta el más tremendo: la psicopatía fría, intelectualmente respaldada por una psique malformada, despiadada. Una sociedad capaz de cobijar estos miasmas no puede ser sino desalmada. Sus miembros están condenados a la fatalidad. Solo el médico forense puede huir de este círculo infernal, acaso para desaparecer en el torbellino de su propia frustración, de su miseria espiritual lograda mediante serias adicciones. El sistema judicial tampoco escapa a la corrupción y la sevicia; se trata de una red amplísima que abarca todos los estratos sociales en la que abogados, jueces o simples secretarios de tribunal, medran y abusan de todo aquel que pueda proporcionarles algún beneficio, por pequeño que sea.
Fernando Castelmar es un personaje solitario, desencantado, no totalmente exitoso, aunque disfruta de respeto por su seriedad periodística; su oficio lo ha acostumbrado a ver crímenes horrendos y sin sentido y observar y analizar a sus perpetradores y las condiciones en las cuales esos crímenes ocurren, en ocasiones, absurdas o inútiles, como dijimos. o por simple maldad. Confía poco en la bondad humana, pero persigue la justicia, aunque sabe de las pocas ocasiones en que sale airosa. Se siente una fuerte empatía entre autor y personaje. Al lector le cae bien Castelmar, de inmediato se deja ganar por el afecto que despierta, quizás por su personalidad casi marginal, casi fracasada, casi resignada, casi valiente, casi lúcida y brillante, muy próxima a la de cualquier hijo de vecino. Pero estoico.
Quien lea este libro de las aventuras de Fernando Castelmar y el comisario Montgomery Dávila, llamado por sus amigos el Mongo, no se va a decepcionar, ni solo se va a entretener; después de apreciar su buena escritura, de lenguaje llano y preciso, sus diálogos resueltos de manera impecable, después, al fin, de entender que el autor siempre ha tenido el dominio de la acción y la narrativa y ha resuelto todos los nudos que en ocasiones nos parecieron dejados por olvido; entonces, acaso se percate de que la novela le demanda, sin escapatorias, una reflexión profunda por su propia responsabilidad en el imperio de un caos del cual es también víctima. De la tragedia participa toda la polis.
No queda sino esperar la última pieza de la trilogía anunciada, donde estarán muy presentes, sin duda, los sufrimientos de una sociedad tomada por la maldad hasta pervertirla y podrirla. La presencia de Castelmar -como la de tantos detectives literarios precedentes: Phillip Marlowe, Mike Hammer o Sam Spade, tan seductores- siempre oscilando en la delgada línea del fracaso, el cinismo o la compasión, nos da alguna esperanza, precisamente porque no se trata la suya de una cruzada heroica para rescatar el país, no, ahí no puede haber salvaciones mesiánicas ni titánicas, como dirían los amigos junguianos, porque Castelmar vive en el desencanto, sin hacerse ilusiones vanas acerca del prójimo y las ideas con mayúscula; trabaja desde su precariedad para lograr un poco, siquiera un poco, de justicia.