¿Para qué sirven las elecciones en regímenes autoritarios? Parte III

John Magdaleno

Politólogo de la UCV, Master en Ciencia Política por la USB y Especialista en Análisis de Datos en Ciencias Sociales por la UCV. Fue Profesor de la Maestría en Ciencia Política y de la Especialización en Opinión Pública y Comunicación Política de la USB.

En la anterior entrega -la segunda de una serie de tres artículos, incluido este último- introduje algunas precisiones sobre las diferentes fases de las transiciones a la democracia, abordé el papel central que han tenido las elecciones en cuarenta y tres episodios exitosos de democratización[1], y me concentré, al final del artículo, en dos de los casos más controversiales (Panamá y Paraguay), pues en esos procesos de democratización las elecciones operaron más como una “variable complementaria” que como “variable disparadora” del proceso (lo que, por cierto, no debería conducir a su subestimación).

No obstante, conviene aclarar que en la gran mayoría de los cuarenta y tres casos señalados[2] las elecciones sí jugaron un rol más directo, contribuyendo a configurar un contexto apropiado para la movilización de los sectores que adversaban al régimen no-democrático en cuestión[3] y para plantearle serios dilemas estratégicos a los factores de poder que respaldaron, hasta determinado momento, a los principales decisores.

Es cierto que existen diversos casos fallidos en los que, echando mano de las elecciones, se intentó apuntalar a sectores de la oposición como opción real de poder y hasta modificar las dinámicas internas de la coalición dominante, pero ello no condujo al inicio de una transición a la democracia. Sin pretensión alguna de exhaustividad, algunos ejemplos emblemáticos son: 1) De Europa: Armenia, Azerbaiyán, Bielorusia y Rusia; 2) De Asia: Camboya, Jordania y Yemen, y; 3) De África: Angola, Costa de Marfil, Egipto, Eritrea, Etiopía, Guinea Ecuatorial, Kenia (2007, 2017), Marruecos, Somalia, Suazilandia (Esuatini) y Zimbabwe. Pero estos ejemplos podrían estimular un análisis más profundo y detallado, mediante estudios de caso e investigaciones comparadas, que den cuenta de las condiciones de contexto y los procesos específicos que, por un lado, impidieron que la oposición aprovechara el hito electoral como una oportunidad para desarrollar capacidades organizativas, articular diversos intereses sociales y mejorar su coordinación estratégica y que, por otro lado, inhibieron potenciales conflictos de intereses en el seno de la coalición dominante. En varios de los casos señalados existían serios problemas de estatalidad y hasta conflictos armados, pero no pueden dejar de considerarse las decisiones estratégicas de los factores opositores, incluidos sus propios errores de cálculo, deficiencias e incapacidades.

No hay que perder de vista la evidencia empírica presentada por Geddes, Wright y Frantz (2018), ya comentada en anteriores entregas, conforme a la cual las elecciones fueron una variable esencial para la caída de las dictaduras en 59 casos.[4] Sí, es cierto que no en todos ellos se produjo una transición a la democracia: en algunos se produjo un cambio de actores pero no de reglas de juego; en otros, el cambio de actores estuvo acompañado de nuevas reglas de juego sin que, en lo esencial, cambiara la naturaleza del régimen; y en algunos otros más, se pasó a otro tipo de régimen no-democrático. Pero no deja de llamar la atención que las elecciones hayan sido el contexto en el que finalizaron 59 tipos de regímenes no-democráticos distintos, un hallazgo que refuta el juicio de un afamado historiador venezolano (“dictadura no sale con votos”), que ha sido repetido irreflexivamente por ciertos comentaristas y actores políticos.

Nuestra investigación, que se ha concentrado en los episodios exitosos de democratización (de los cuales hemos estudiado ciento dos), no está en capacidad aún de presentar evidencias y reflexiones sólidas sobre los patrones hallados en los episodios fallidos, que constituyen la mayoría. Pero a juzgar por los casi cuarenta casos de transiciones que no se pudieron completar, que hemos examinado preliminarmente, vale la pena interrogarse por los “encadenamientos de variables” que facilitan u obstaculizan las transiciones a la democracia. Para abordarlo, expondré algunos elementos teóricos básicos que demandan mucha atención de parte de los amables lectores.

Algunas de las variables que condicionan una transición a la democracia

O’Donnell y Schmitter (1986), Diamond, Linz y Lipset (1990) y Linz y Stepan (1996), en trabajos ya considerados pioneros de la literatura comparada, expusieron el papel que juegan diversas variables sobre el inicio, desarrollo y eventual culminación de los procesos de transición y consolidación democrática.[5]

Sin descuidar elementos del contexto nacional e internacional, O’Donnell y Schmitter colocaron el énfasis sobre las dinámicas y los procesos específicamente políticos que facilitan u obstaculizan las transiciones, colocando en el centro del debate las llamadas “variables de agencia” -esto es, las estrategias de los actores en conflicto y particularmente de los agentes de la democratización. Los autores destacaron los problemas de legitimación de los regímenes autoritarios en los casos analizados, la relación entre los llamados “hard-liners” y “soft-liners” de la coalición dominante, el peso relativo de los legados autoritarios, el temor de sectores opositores a una eventual reversión autoritaria una vez iniciada la transición (lo que puede precipitar divisiones en su seno), el ciclo de movilización y politización de la sociedad, los alcances de la represión instrumentada por el régimen y las múltiples formas como en la experiencia comparada se abordan estas “cuentas del pasado”, el rol de los militares, el nivel de militarización de la sociedad y de la política, el proceso de desactivación (no necesariamente el desarme) de las Fuerzas Armadas, las condiciones y los costos sociales y políticos de las negociaciones y los pactos, las condiciones en las que se produce la resurrección de la sociedad civil y la reestructuración del espacio público, y el rol de las elecciones (incluyendo las fundacionales) y de los partidos políticos.

Por su parte, Diamond, Linz y Lipset (1990) se concentraron en variables tales como la legitimidad y el desempeño del sistema, el rol del liderazgo político, las características de la cultura política, la estructura social y el nivel de desarrollo socioeconómico, el nivel de desigualdad socioeconómica, el crecimiento poblacional, el tipo de sociedad civil, el nivel de institucionalización política (incluyendo al Estado), el patrón dominante de relaciones entre el Estado y la sociedad, la naturaleza de los partidos políticos y del sistema de partidos, el sistema electoral, la estructura constitucional, la relación entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, el impacto de los conflictos étnicos y regionales, el nivel de centralización o descentralización del poder político y algunos factores internacionales.

Y en un conocido trabajo, Linz y Stepan (1996) destacaron el papel de siete variables genéricas independientes en los procesos de transición y consolidación democráticas, dos de las cuales fueron consideradas como macrovariables: 1) el nivel de estatalidad (la primera macrovariable), que permite evaluar los procesos mediante los cuales se construyó un Estado-nación e, incluso, allí donde existieron o persisten serias contradicciones entre el Estado y la nación, evaluar las estrategias utilizadas, todo lo cual da cuenta sobre la existencia o no de un Estado soberano, una identidad nacional y un aparato estatal moderno, así como la medida en que el Estado-nación facilita u obstaculiza una democratización; 2) el tipo de régimen político al que se enfrentan los agentes de la democratización (la segunda macrovariable), que de acuerdo a los autores condiciona la trayectoria y la modalidad misma de la transición, abriendo o cerrando caminos, dependiendo de si se trata de un régimen autoritario, totalitario, postotalitario y sultanístico; 3) el carácter de la élite estatal que controla día a día el aparato estatal, esto es, si se trata de: a) una fuerza armada jerárquica, b) una fuerza armada no-jerárquica, c) una élite civil, o d) élites sultanísticas; 4) los agentes de la transición, esto es, quién inicia y quién controla el proceso -variable que, junto a la anterior, está centrada en los actores-; 5) la influencia de los actores internacionales; 6) la economía política de la legitimación y la coerción utilizada por el régimen, y; 7) los contextos en los que se elaboran las constituciones -estas últimas tres asociadas al contexto.

Adicionalmente, Linz y Stepan (1996: xiv) desarrollaron el argumento de que las democracias necesitan, para su ulterior consolidación, cinco escenarios que interactúan y se refuerzan entre sí, a saber: una sociedad civil viva, una sociedad política relativamente autónoma, un “Estado de derecho”, un Estado útil y una sociedad económica (no solamente, como apuntan los autores, un mercado capitalista).

La “estructura de oportunidades” para el cambio

¿Qué rol tienen las variables de contexto y las variables asociadas a los actores en las transiciones a la democracia? En todos los episodios exitosos de democratización que hemos examinado se observa que, en algún momento, ambos tipos de variables interactúan estimulando la configuración de una “estructura de oportunidades” para el cambio. Ello no quiere decir que todas las variables consideradas (y a veces ni siquiera la mayoría) logran alinearse para presionar en la dirección de una transición. Más bien, emerge un peculiar “encadenamiento de variables” que altera la trayectoria del régimen político porque, entre otras cosas, cambia la ecuación entre los costos que paga el régimen por reprimir o suprimir a la oposición y los costos que paga por tolerar su existencia y desempeño, así como los costos que pagan factores de poder por mantener o retirarle el respaldo a los principales decisores del régimen y los costos que pagan los principales decisores por retener el poder.[6]

Así que la pregunta crucial es esta: ¿cómo se configura la “estructura de oportunidades” para el cambio en medio de una compleja constelación de variables como las señaladas (y de otras que pudiéramos considerar, pero que por razones de espacio se omiten)? Para empezar, es necesario advertir que es errada la concepción según la cual las variables estructurales (algunas de las que típicamente configuran las características del contexto) determinan las posibilidades (o imposibilidades) de una transición a la democracia. Si esto fuese así, como llegó a observar Colomer (2001), en unos cuantos casos de Europa del Este no se hubiera experimentado el inicio de una transición a la democracia, lo mismo que cabría decir, en mi modesta opinión, en unos cuantos casos africanos y hasta latinoamericanos.

En no pocas ocasiones genuinos imponderables, eventos sobrevenidos o errores de cálculo de los principales decisores del régimen no-democrático contribuyeron a la configuración de una oportunidad para el cambio. Pero en otras ocasiones, incluso en ausencia de tales “sorpresas”, las fuerzas opositoras trataron de maximizar las escasas opciones disponibles y procuraron actuar con cierta inteligencia estratégica, conscientes de que ellas mismas debían contribuir a crear una estructura de oportunidades para el cambio y que no podían esperar por alteraciones extraordinarias del contexto ni por nadie más. Es decir, el liderazgo comprendió que ni el gobierno ni los actores internacionales le harían la tarea a la oposición. Y esto permite resaltar la importancia crítica que tiene el desarrollo de capacidades, por parte de la oposición, para organizar a sectores sociales, coordinarlos entre sí y orquestar una serie de acciones colectivas, cuyo objetivo final es socavar las bases de respaldo del régimen no sólo entre la población sino, sobre todo, entre los factores de poder que le dan soporte.

¿Y con qué cuentan, en lo esencial, las fuerzas que aspiran a la democratización en un país dado para avanzar en tal dirección? Por lo regular, con la demanda de cambio político existente entre una mayoría de la población, inducida por el malestar acumulado, bien sea con motivo de un mal desempeño del régimen en las áreas económica y social, por la imposibilidad que tiene de cumplir con las promesas ofrecidas, por las violaciones sistemáticas de libertades civiles y derechos de la más diversa índole, por los niveles de represión implementados, por la corrupción o la vinculación de funcionarios públicos con otro tipo de delitos -un patrón frecuente entre regímenes no-democráticos, por cierto-, por la imposibilidad práctica de que los principales decisores legitimen, conforme a las reglas de juego democráticas, su autoridad para tomar decisiones colectivamente vinculantes, por algunas de estas razones o por todas.

¿Y qué pueden hacer con el malestar y la demanda de cambio político las fuerzas que aspiran a una democratización o redemocratización? En lo esencial, canalizarlos y construir dos fuentes de presión sobre el régimen: la interna y la externa. En el caso de la interna[7], dependiendo de las capacidades reales de los actores, del modo como la oposición diseñe y ejecute su estrategia para intentar elevar el costo de las violaciones de garantías y de las oportunidades que plantee el contexto, aumentarán o disminuirán las probabilidades de que las acciones colectivas emprendidas impliquen dilemas estratégicos serios para ciertos factores de poder que sostienen al régimen. Dilemas que, bajo ciertas circunstancias, podrían contribuir a divorciar las agendas de intereses de los factores que integran la coalición dominante -algunos militares, políticos, un reducido sector de empresarios, un pequeño sector sindical, intelectuales de izquierda radical y ciertos actores internacionales, entre otros- o, incluso, a debilitarla, fisurarla o fracturarla.

“Ya lo hemos intentado; hemos probado de todo en 22 años y no ha funcionado nada”

La tesis que aquí se sostiene es que un proceso de movilización social masiva, bien organizado, asistido por una adecuada comprensión de los fundamentos y aplicaciones más exitosas de la estrategia no-violenta, con objetivos y metas factibles, así como la participación coordinada y estratégica de factores opositores en sucesivas consultas electorales, puede contribuir a canalizar el malestar de la mayoría de los venezolanos, la demanda de cambio político y, a la postre, crear una estructura de oportunidades para el cambio.

Pero el primer obstáculo al que se enfrenta esta tesis es la predisposición negativa de ciertos sectores, dado el uso que la dirección opositora le ha dado a ambas herramientas y sus desalentadores resultados en no pocas oportunidades durante los 22 años transcurridos. Estos últimos, lejos de probar su utilidad estratégica, han terminado por restarle atractivo y hasta capacidad de convocatoria, aunque esto podría cambiar en lo sucesivo. Una frase frecuentemente escuchada en la conversación de algunos círculos que resume este clima de opinión es la siguiente: “Ya lo hemos intentado; hemos probado de todo en 22 años y no ha funcionado nada”. Pero detengámonos por un momento a examinarla. ¿Es exacta? ¿En verdad retrata fielmente lo que ha ocurrido durante 22 años? En nuestra opinión, no. Y ello por varias razones:

Primero, no es estrictamente cierto que los factores opositores han estado luchando por una transición a la democracia desde hace poco más de 22 años y medio. La verdad es que la oposición estuvo luchando durante años por convertirse en una mayoría política y electoral porque el chavismo fue una mayoría robusta la mayor parte del período. Y aunque desde muy temprano se planteó la necesidad de restituir una serie de garantías violadas -incluidas las que ya contemplaba el texto constitucional de 1999-, el debate sobre la redemocratización de Venezuela es mucho más visible y “consciente” desde la segunda victoria de la oposición en una consulta nacional: las parlamentarias de 2015.

Segundo, no es cierto que los sectores opositores en Venezuela hayan probado cuanta estrategia y táctica exista, como tampoco lo es que todo lo probado no haya ofrecido ningún fruto. Para poner un par de ejemplos: a) la manifestación del 11 de abril de 2002, sin duda alguna la más voluminosa de estos 22 años, terminó precipitando una fractura de la coalición dominante que provocó la salida de Hugo Chávez del poder. Ciertamente, una serie consecutiva de errores cometidos por la dirección opositora de entonces y por altos oficiales militares desde el día 12 de abril estimularon lo que todos presenciamos luego, pero este es un asunto de otro tenor, y; b) la victoria de la oposición en el referéndum sobre la reforma constitucional de 2007 que, en mi opinión, contrario a lo que muchos analistas piensan, contuvo, al menos por un tiempo, la trayectoria estratégica de la “revolución”, que en caso de haber obtenido un triunfo hubiera efectuado cambios mucho más acelerados y radicales. Suele argumentarse, con razón, que algunos contenidos del proyecto de reforma presidencial fueron introducidos, posteriormente, en leyes, pero no es menos cierto que esa derrota le dificultó al régimen desarrollar a fondo algunas líneas estratégicas de su proyecto político.

Y tercero, no es cierto que todo lo que efectivamente se ha intentado se haya hecho bien, como parece presuponer la formulación inicial. No, no todo se ha hecho bien y cuando se efectúa un examen desapasionado de las estrategias opositoras durante los últimos 22 años, se encontrarán deficiencias en las formulaciones estratégicas y en su instrumentación de cara a las protestas y la participación en elecciones en unas cuantas coyunturas. Pues, de un lado, ha ocurrido que la inmensa mayoría de las protestas han sido esencialmente espontáneas, es decir, no han estado precedidas por la construcción de un poderoso movimiento social de alcance nacional, con un reclutamiento verdaderamente masivo de activistas sociales[8], dotado de identidad, estructura, una estrategia asertiva, formación y disciplina. Y, de otro lado, cuando finalmente, después de años de aprendizaje, la oposición mejoró de modo sustantivo sus capacidades organizativas y de coordinación estratégica (con motivo de las elecciones parlamentarias de 2015) y ello coincidió con un cambio en el clima de opinión[9], una nueva escala de violaciones constitucionales cometidas por el régimen -que lo terminaron transformando en un autoritarismo hegemónico– desestimuló la participación electoral, lo que fue visible tras las elecciones de Gobernadores y Alcaldes de 2017. Un crudo análisis de esta última consulta revela que la oposición no estaba preparada para enfrentar las nuevas violaciones -como las del estado Bolívar- y que su capacidad para elevarle el costo al régimen por tal comportamiento era baja. Por tanto, lo que ha ocurrido desde 2015 es que la oposición ha participado en elecciones esperando que el régimen le reconozca el triunfo allí donde efectivamente lo ha tenido, sin una estrategia que le eleve el costo por violaciones más graves.

¿Y cuáles serían los componentes esenciales de esa estrategia? Una participación electoral combinada con presiones internacionales y protestas no-violentas verdaderamente masivas y organizadas antes, durante y después de la consulta, lo que podría elevarle los costos al régimen, si -y sólo si- se satisfacen unos cuantos requisitos, algunos de los cuales hemos señalado aquí. Aunque este sea un típico ejemplo de un contrafactual, imagínese el lector qué hubiese pasado en el estado Bolívar si, en las elecciones de octubre de 2017, se hubieran movilizado 100 mil personas y ello hubiera estado precedido por una mayor coordinación entre organizaciones de la sociedad civil y partidos políticos opositores. En estricto sentido, esto nunca se ha probado y podría contribuir a revitalizar, esta vez de manera más orgánica, una fuente de presión interna, el imperativo estratégico más importante para promover un cambio de régimen en la Venezuela de hoy, pues las presiones externas ya están en marcha.

Ya no es factible que veamos un despliegue estratégico como este de cara a las elecciones del próximo 21-N. Por ello, la interrogante crucial es si los aprendizajes estratégicos que se derivarán de esa fecha contribuirán a cambiar el clima de opinión, incorporarán a nuevos actores sociales, dotarán la lucha de estructura y organicidad, y mejorarán las capacidades organizativas de la oposición. No es cualquier tipo de protesta o cualquier tipo de estrategia frente a las elecciones lo que podría ayudar. Se requiere mucho más. Organización, articulación y coordinación, por un lado, y una estrategia asertiva, por otro, son las claves.

Referencias bibliográficas

Chenoweth, E. y Stephan, M. (2011). Why Civil Resistance Works. The Strategic Logic of Nonviolent Conflict. New York: Columbia University Press.

Colomer, J. (2001). Transiciones estratégicas. Democratización y teoría de juegos. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

Dahl, R. (1989). La Poliarquía. Participación y oposición. Madrid:Tecnos.

Diamond, L., Linz, J. y Lipset, S. M. (1995). Politics in Developing Countries. Comparing Experiences with Democracy (2nd edition). Colorado: Lynne Rienner Publishers, Inc. (la primera edición de este libro data de 1990, la misma que se colocó en el texto del artículo).

Geddes, B., Wright, J., y Frantz, E. (2018). How Dictatorship Works. Power, Personalization, and Collapse. New York: Cambridge University Press.

Huntington, S. (1994). La Tercera Ola. La democratización a finales del siglo XX. Barcelona: Paidós.

Linz, J. y Stepan, A. (1996): Problems of Democratic Transition and Consolidation. Southern Europe, South America, and Postcommunist Europe. Baltimore: The Johns Hopkins University Press.

O’Donnell, G. y Schmitter, P. (2013): Transitions from Authoritarian Rule. Tentative Conclusions about Uncertain Democracies (2nd edition). Baltimore: The Johns Hopkins University Press (la primera edición de este libro data de 1986, la misma que se colocó en el texto del artículo).


[1] El dato constituye una actualización de la investigación que, desde hace casi 6 años, adelanto junto al politólogo Octavio Sanz. El primer avance de la misma se presentó como un artículo en el libro Democracia y Libre Empresa, editado por Fedecámaras, citado en la bibliografía (Magdaleno, 2020).

[2] Los recordamos para facilitar la lectura de este artículo: 1) De América Latina: Bolivia (1978), Bolivia (2019), Brasil, Chile, Costa Rica, Guatemala, Guyana, México, Nicaragua (1990), Panamá (1989), Paraguay, Perú (2000), República Dominicana (1978) y Uruguay; 2) de Europa: Armenia, Bulgaria, Croacia, Eslovenia, Estonia, Georgia, Hungría, Letonia, Lituania, Macedonia, Moldavia, Montenegro, Polonia, Serbia y Ucrania; 3) de Asia: Bangladesh, Filipinas (1986), Sri Lanka, Timor Oriental, Turquía (1982) y las Islas Maldivas (2008), y; 4) de África: Benin, Gambia, Ghana, Lesotho, Mauricio, Namibia, Niger y Senegal.

[3] Recuérdese que, siguiendo la tipología de Linz y Stepan (1996), entre los tipos de regímenes no-democráticos están el autoritarismo, el totalitarismo, el postotalitarismo y el sultanato. La referencia se coloca para despejar los equívocos y malas interpretaciones de comentaristas no-especializados en la materia.

[4] Geddes, Wright y Frantz (2018) no distinguen entre tipos de regímenes no-democráticos.

[5] Hubiese querido incluir, en esta limitada lista, las reflexiones de Huntington (1994), pero por razones de espacio no fue posible.

[6] Dahl (1989) analizó los dos primeros tipos de costos. Quien escribe ha introducido los dos restantes para complementarlo.

[7] Se deja para otra oportunidad una reflexión sobre la fuente de presión externa.

[8] A este respecto, conviene tener como referencia el 3.5% de la población del que hablaron Chenoweth y Stephan (2011), que equivaldría, en la Venezuela de hoy (sobre la base de 27 millones de habitantes), a un movimiento conformado, en inicio, por 945.000 activistas sociales.

[9] Cambio en el que influyen, como confirman diversos estudios de opinión pública de cobertura nacional o urbana, el fallecimiento de Chávez -que a la postre afecta notablemente la identidad política chavista-, la llegada de Maduro al poder y el inicio de una crisis económica de envergadura.