¿Qué es el populismo?

José Rafael Herrera. Profesor Escuela de Filosofía UCV. Doctor en Ciencias Políticas USB

            El término demagogia es de origen griego. Proviene de las expresiones demos (δημος), que significa pueblo, y de ágo (άγω), que quiere decir conducir o, más precisamente, empujar, en el sentido de arrear. Así, quien ejerce la demagogia tiene la función de arrear al pueblo, tal como se arrea o atiza a las bestias, ni más ni menos. No por casualidad, Andócides, el mayor de los oradores áticos, afirmaba que “las palabras de la demagogia son los actos de la tiranía”. En este sentido, se puede afirmar con propiedad que ella -la demagogia griega- es la reputada madre del populismo latino, en cuya abstracta premisa ya se pueden auscultar los latidos de su corazón autoritario y tiránico: “si no se está con el pueblo, entonces se debe estar en su contra”. En la antigua Roma republicana, a medida que la corrosión moral del corpus político y social alimentaba la pobreza espiritual –panem et circenses-, iba creciendo el resentimiento y, con él, el clima propicio para la inevitable irrupción de un populacho desasistido en busca de un liderazgo político y militar que lo representara, que fuese, más que su eco, su voz, y, más que su voz, su corazón palpitante, el pulsor de sus demandas de equidad, el “corazón del pueblo”. Después de todo, quiérase o no, la historia forma el recuerdo y el calvario del espíritu del presente. Y, por eso mismo, toda historia -cada historia- es historia contemporánea.

            Al igual que todos los ismos, el populismo es -al decir de Hegel- una fe positiva. Aquí, por “positivo” no se comprende lo que suele representarse el sentido común, siguiendo los preceptos de la moral abstracta o de la psicología de masas. No es “lo bueno”, cabe decir, el término abstracto contradictorio de lo “negativo”, considerado como “lo malo”. En estricto sentido filológico, positivo significa lo que ha sido puesto –lo positium, precisamente-, lo que ha sido deliberadamente sembrado, sedimentado, cristalizado, por la reflexión del entendimiento abstracto. De ahí que la positividad, como “lo dado”, lo que ha sido fijado y aparece como lo único que es efectivamente “verdadero”, “bueno” y “natural”, comporte la supresión de la autonomía del sujeto, el fundamento de su racionalidad y, con ella, de su voluntad libre. El populismo es la positividad de la praxis política, su reflejo especular, extrañamiento. Es por eso que la noción de secta le resulta al populismo consustancial. Y es por esa misma razón que el objetivo populista de conquistar la hegemonía política mundial pasa, necesariamente, por la conquista de la hegemonía cultural absoluta. Paradójicamente, desde la quietud de su positividad, el populismo necesita de la agitación continua para poder afianzar sus raíces sobre el pasto de las masas.

            Como ha señalado recientemente Markus Gabriel, “el populismo no entiende la sociedad. Mantiene que es algo que existe objetivamente, que es independiente de cómo se comportan los distintos actores y del hecho de que los papeles se estén modificando y reinterpretando sin cesar, a pesar de que al populismo les gustaría fijarlos. El populismo se reconoce porque esboza modelos de los papeles (en su mayoría, torpes y difusos) y los propaga para que nos descarguen de interpretar nuestro propio papel”. Por eso mismo, su pretensión de que existe un tipo de pueblo ideal, un modelo idealizado de vida cotidiana que pretende ser mancillado por “los otros”, los foráneos, los “enemigos” del pueblo, una sociedad preestablecida, homogénea, en la que cada individuo que la conforma interpreta un rol estrictamente definido de “normalidad”, es consustancial con su carácter estrictamente reaccionario.    

            En virtud de esta condición refleja, positiva, con harta frecuencia el populismo trasciende los linderos -también, rígidamente delineados por el entendimiento abstracto- de las llamadas Derecha e Izquierda. Sería absurdo negar los estrechos vínculos que, con el paso de los días, se han ido urdiendo entre la praxis política propiamente dicha y las ideologías de estricto corte populista, por lo menos no durante lo que va de este sombrío y decadente siglo XXI. Y es que pareciera que cada nueva centuria –corso e ricorso– se estrena con esta exigencia devenida fervor religioso, con este exasperado grido del popolo, iluminado por la mayor de las esperanzas y oscurecido por la mayor de las frustraciones. No obstante, es verdad que, en la extensión de esta mala infinitud, existen populismos y populismos, como también existen diversos modelos de socialismo y, por supuesto, de liberalismo. No se puede hacer un saco de gatos en medio de la floreciente posverdad acechante, a pesar de las quejas interpuestas por los siempre entusiastas reductores del saber social a la floreciente instrumentología del presente. De ahí que el populismo al que apunta la vulgata sociológica suela ser vinculado exclusivamente con el llamado narodnismo ruso del siglo XIX -término que, por cierto, deriva de la expresión narodnichestvo, y cuya traducción literal al español significa “ir hacia el pueblo”. Pero no por ello resulta menos cierto el hecho de que -como ya se ha sugerido- del populismo pueda hablarse, histórica y culturalmente, desde el surgimiento mismo de la Polis griega y, más específicamente, desde las primeras formas de aparición de la demagogia. Como afirmaba una vieja publicidad de la línea aérea Pan-Am -que Hegel no tendría inconvenientes en refrendar- “la experiencia -en este caso, de la conciencia- hace la diferencia”.

            Claro que, así como no es lo mismo hablar del desempeño del dinero en la antigüedad clásica en comparación con el peso específico que éste mantiene en la actual sociedad del capital financiero, no se puede confundir el populismo de los tiempos de Cleón, Alcibíades o Cleofonte con el de los tiempos de Trump, Putin o Chávez, del que, por cierto, Maduro es, apenas, una caricatura grotesca, pintarrajeada por las manos del poder gansteril. De ahí la crucial atención que merece el discernimiento de los caracteres fundamentales del fenómeno en y para el presente. Tarde o temprano, la “astucia de la razón” impacta la cotidianidad. Así, quince años después de iniciarse el día a día del nuevo siglo, José Luis Villacañas, lúcido y distinguido filósofo español, publicó un breve ensayo que lleva por título Populismo (Madrid, La Huerta Grande). Su contribución a la comprensión de este problema -una vez más, de esta experiencia de la conciencia contemporánea- que ha estremecido con tanta severidad el hacer, el pensar y el decir del presente, resulta de factura esencial, a los efectos de sorprender los posibles intersticios que han terminado poniendo severamente en peligro los fundamentos mismos sobre los cuales ha surgido la cultura occidental, su bella eticidad ciudadana, su institucionalidad y, particularmente, la actualidad de su idea republicana, en sentido enfático.

            “Atravesamos una época de riesgo sistemático. De cualquier sitio puede emerger la situación que inicie una cristalización peligrosa y dé paso a nuevos posicionamientos de todos los actores. No es azar que los fenómenos de espionaje se hayan tornado universales e intensos. Este hecho testimonia un movimiento histórico de fondo, cuya configuración final está lejos de presentarse a la vista”. Época de juicios confusos, de aliados esquivos, de intereses múltiples, de juegos ambiguos: “unos actores se muestran deshinibidos y sin escrúpulos, como Rusia, otros, como Alemania, se atienen a fijaciones fetichistas cuya nítida función de producción de seguridad apenas se puede ocultar”. Son, sin duda, palabras importantes escritas por Villacañas. Palabras de extraordinaria vigencia que remiten a la toma de conciencia de una sociedad que ha sido empujada por la razón instrumental y el pensamiento débil hacia la mayor oscuridad, cuyos puntos de inflexión escisiva conforman el epitafio de la estricta rigidez del cesarismo, por un lado, o de la inescrupulosa promesa de la flexibilización paternal, por el otro. Extremismos que, en última instancia, terminan apuntalando el mismo resultado, el mismo retorno de la barbarie, aunque no pocas veces con factores invertidos. En el fondo, se sirve a la causa de la sociedad orwelliana, sea ésta la del desaliño y vulgarización lumpemproletaria o la de la estricta regulación que finge garantizar la libertad mientras la condena a la cotidianidad de una enorme, apabullante, cadena de montaje.

            “El populismo es la teoría política que siempre ha sabido que la razón es un bien escaso e improbable”, porque en la época de la política de masas, “la razón es la última de las potencias masivas capaces de responder a la crisis”. Por eso el populismo tiene la necesidad de poner en duda que los fundamentos de la sociedad tengan una base racional. “Lo que en tiempos de estabilidad parecía una exageración, incluso una patología, ahora se torna normalidad. El populismo se levanta sobre esta operación de borrado entre lo normal y lo patológico.. Pero su mirada, bastante penetrante, comprende que en la base de las sociedades hay siempre una falta de suelo, esa falta de fundamento que muestra la filosofía de Heidegger, y que cuando esta sensación de operar en el vacío emerge, sale a la luz un exceso peligroso”. Sólo basta que la crisis alcance cierta densidad para inundar todo con su saña y asaltar los espacios trabajosamente conquistados por la razón.

            El caleidoscopio populista todo lo inunda, tiñendo con sus tonos el imaginario de la multitud, ensombreciendo de pasiones desbordadas la complejidad del presente y reduciendo la comprensión al “punto de vista” propio de las abstracciones de la lógica de la identidad . En efecto, como observa Villacañas, “los historiadores tienden a observar el populismo como pura práctica histórica tal como se da en países como Argentina, Venezuela, Italia, Grecia, Estados Unidos, Cuba, Bolivia o España. A veces, esta estrategia es limitada. El populismo tiene sus teóricos y no solo sus actores. Los filósofos y científicos políticos, por su parte, tienden a ver solo las fuentes filosóficas o teóricas. Los psicólogos y psicoanalistas extreman su mirada en la forma en que el aparato psíquico se construye y responde a situaciones de angustia. En todo caso, se trata de un mismo error: la unilateralidad. Cada uno se queda con una parte del pastel”. No obstante, “cuando se trata de elementos de la praxis histórica no se pueden separar las prácticas y los conceptos, el aparato psíquico y el vínculo social, la antropología y el grupo social, la vida y la historia. La praxis histórica se construye con conceptos que son índices y factores de la realidad. Describen y explican, pero también intervienen y cambian”.

            La política del populismo -y especialmente su retórica, siempre cargada, siempre agresiva- consiste en convencer a las sociedades de que no existe otra política que la populista. Sólo es cuestión de tiempo. Su ritmo patológico contagia, al punto de que su exigencia convoca a la indeterminación guiada por una pasión exacerbada que conduce, directamente, a la perversión de la nada devenida –via negationis– todo, transmutada en dependencia totalitaria. El totalitarismo -siempre bajo la égida del líder carismático- es, de hecho, su meta. Quizá, como nunca antes, la filosofía se ha vuelto imprescindible, a los efectos de propiciar salidas republicanas concretas ante esta atmósfera asfixiante. Y quizá la inminente propuesta de la fundación de una nueva Ilustración contenga, aquí y ahora, mucho más que una imperiosa necesidad.