¿Qué son las ideas?

José Rafael Herrera

Ich verstehe unter Idee einen notwendingen Vernunfbegriff,

dem kein kongruirender Gegenstand in dem Sinnen gegeben

werden kann.

                                                                                   Immanuel Kant

Das Schöne bestimmt sich als das sinnliche Scheinen der

Idee.

                                                                        Georg Wilhelm Friedrich Hegel

Después de la proclamación hecha por Descartes de Je pense donc je suis (pienso, luego existo), como nervio central del quehacer filosófico moderno, el término Είδος —la forma visible, lo que es bellísimo de ser visto[1]—, lo  espectante —la specie—,adquirió un significado radicalmente opuesto al que, hasta entonces, se diera por sentado, desde el levantamiento lógico-metafísico platónico hasta las últimas luces de la larga noche de la historia de la teología filosofante. De hecho, puede afirmarse que la revolución copernicana, postulada más tarde en la Kritik kantiana, tuvo sus incipientes orígenes en las Meditaciones de Descartes, aunque, por supuesto, solo con Kant llegara a madurar hasta ser reconducida a sus genuinas dimensiones ontológicas, mediante la postulación de sus determinaciones trascendentales. Sin embargo —conviene insistir en ello—, solo en virtud de la mañana moderna, cartesiana, cálidamente inspirada por los primeros rayos de luz de la aurora anunciada por el Renacimiento, las ideas transitaron —llevaron a cabo su cumplimiento— desde la pars obiectum hasta la pars subiectum. Comenzaba así la era de las ideas claras y distintas.

En el tránsito, no obstante, el pensamiento moderno se desvía de su curso para terminar reduciendo la concepción de las “ideas” a la simpleza de las representaciones sensibles, fenoménicas, especialmente en manos de Hobbes, Locke, Berkeley y Hume. De tal modo que, para los empiristas, las ideas tienen su origen en la acción de los estímulos del entorno sobre los sentidos del sujeto. La naturaleza proporciona las ideas particulares. Las generales son producto de la invención de la mente. Denominan “idea”, pues, a la representación de un color, por ejemplo, la idea de rojo; o las utilizan como complementos: la idea de mamífero, la de triángulo, etc. El “tener una idea” o el “ser un hombre de ideas”. Así es como, progresivamente, las ideas fueron transmutándose en nociones ajenas y contrapuestas a la realidad, incluso a la verdad, interpretadas como existencia objetiva, material, tangible, independiente del sujeto que la piensa. Las ideas devienen en imágenes, reflejos, abstracciones de las cosas: la idea de un hombre, de una quimera, de un ángel o de Dios, además de las ideas de querer, temer, afirmar, negar, a las que Locke añade las de “blancura, dureza, dulzura, pensamiento, movimiento, hombre, elefante, ejército, embriaguez, etc.”[2].

Ideas universales o ideas particulares, internas o externas, nominales o empíricas, imágenes o representaciones… Desde entonces, las ideas, en el sentido estricto del término que le atribuyera la filosofía clásica antigua, comenzaron a ocupar una posición (Setzung), un formato, un espectro, que las distinguía de “lo concreto”, de “la realidad”, de “los hechos”, es decir, del universo material, de la extensión, de “las cosas”. Y, aunque con signos invertidos, el “giro copernicano” había retornado al “reino de las ideas”, aislándolas de la wirklick. Según este punto de vista, se puede tener la intención ideal de arrugar una hoja de papel, pero las ideas, por sí mismas, son impotentes, por lo que se requiere de la acción “física” de la mano para tomar el papel y arrugarlo. Una cosa es la teoría y otra la práctica. Una cosa es lo abstracto y otra lo concreto. Alguien podría hacerse la idea de que posee 100,00 dólares en la cartera, pero una cosa es la idea que alguien se pueda formar acerca de la posesión de 100,00 dólares y otra muy distinta es el poseerlos efectivamente, diría Kant, siguiendo en esto a sus predecesores modernos. Decía Hegel que, ciertamente, la idea de tener cien táleros en la cartera no los convierte en realidad tangible, pero, agregaba, que solo gracias a las ideas resulta posible transformar el deseo en voluntad y este en realidad de verdad.

Las ideas son, de hecho, algo más que una simple función regulativa[3], son el fundamento de la actividad sensitiva humana, cabe decir, de aquello que, con todo, reconoce el propio Kant en la primera parte de la Kritik, y a lo cual designa como la Imaginación productiva. Y es por eso que se ve en la obligación de señalar que, una vez que se comprende la neta distinción entre representaciones sensibles, nociones, intelecto e ideas, “ya no es posible seguir soportando el llamar idea a la representación del color rojo, que ni siquiera es una noción”([4]). Verum ipsum factum, afirma GiambattistaVico en Principi di Scienza Nuova, en clara respuesta a las presunciones de quienes marchaban, a pie juntillas, siguiendo las hormas dejadas a su paso por Descartes.            

Pero fue con Spinoza —es decir, antes y por encima del horizonte axiológico trazado por Kant y proseguido por Fichte— que las ideas comenzaron a recuperar su antigua dignidad ontológica: “El orden y la conexión de las ideas es idéntico al orden y la conexión de las cosas”[5], dice en la Ethica, porque las ideas “no son algo mudo, como una pintura sobre un lienzo” sino, más bien, “el modo mismo de pensar, el hecho mismo de entender”[6]. Y más aún:

Muchos ignoran por completo esta doctrina acerca de la voluntad —de conocimiento absolutamente obligado, tanto para la especulación como para ordenar sabiamente la vida— porque confunden completamente estas tres cosas, a saber: imágenes, palabras e ideas, porque no las distinguen con el cuidado y cautela suficientes. Quienes creen que las ideas consisten en imágenes que se forman en nosotros al ser afectados por los cuerpos, se persuaden de que aquellas ideas de cosas, de las que no podemos formar imagen alguna semejante, no son ideas, sino ficciones que forjamos en virtud del libre arbitrio de la voluntad; así pues, consideran las ideas como pinturas mudas en el lienzo, y, estorbados por este prejuicio, no ven que la idea, en cuanto que es idea, implica afirmación o negación”[7].

A partir de entonces, el terreno de la historia del pensamiento se hace firme para el reconocimiento de las ideas como unidad —dialécticamente comprendida— de subjetivo y objetivo, o más explícitamente, de sujeto y objeto. Y conviene no confundir el término “idea”con el de “ideal”, porque las ideas no son ni ensueños fantásticos ni castillos en el aire. Antes bien, comprender la importancia de las ideas, asumir la plena conciencia de su necesidad, no significa renunciar a la realidad inmediata, a la multiplicidad, ni siquiera a las impresiones exaltadas por el empirismo. Se trata de penetrar —durchschauen— en el interior tanto de las presuposiciones dualistas como de las monistas, que solo se sienten seguras de sí, estables, mientras se encuentran enclavadas, presas cual rehenes de la lógica del entendimiento abstracto. Solo dentro de la soledad de sus claustros los opuestos pueden excluirse recíprocamente. Solo en ellos el ser es el ser y el no-ser es el no-ser. Solo en ellos las antinomias permanecen irresolubles, porque: “el que no cabe en el cielo de los cielos, se encierra en el claustro de María” [8]

La filosofía se ocupa de ideas, dice Hegel, porque, ciertamente, se propone el reconocimiento de la síntesis de finito e infinito.Ahí donde sujeto y objeto, pensamiento y extensión, libertad y naturaleza, se piensan unidos —-de manera tal que la naturaleza deviene libertad y la libertad, naturaleza, ya que pensar y ser, sujeto y objeto, no son separables—, ahí se puede afirmar con propiedad que están presentes las ideas. La posibilidad de la cabal comprensión de la objetividad pasa, necesariamente, por la superación de esta escisión puesta entre las ideas y la extensión, porque no existe la objetividad de las cosas sin ideas. Cuando sujeto y objeto son abstraídos y colocados por separado o cuando se le atribuye a uno de ellos mayor consistencia o importancia que al otro, ambos términos son sometidos a un juego de ficciones, suerte de salón de los espejos de las ferias circenses. Los objetos de la representación son, de hecho, espejismos, entes invertidos, en los que el creador aparece como lo creado y lo creado como el creador. Las imágenes, entonces, adquieren vida propia, ejerciendo su dominio sobre su auténtico demiurgo. En realidad, solo mediante un enorme esfuerzo de abstracción es posible suponer que pueda existir un sujeto sin un objeto que lo predique o, a la inversa, un objeto del que se pueda predicar sin la existencia de un sujeto.

Ser y pensar son términos correlativos y, por eso mismo, inescindibles. La naturaleza del uno depende de la naturaleza del otro. Podrá presuponerse que se trata de términos separados, distantes y distintos, recíprocamente indiferentes entre sí, o ubicar a uno de ellos por encima del otro, pero entonces se tendrá a un sujeto vacío, sin contenido, y a un objeto ciego, incapaz de aprehender las formas. Que el objeto sea solo significa que de él se ha predicado su ser. No obstante, predicar es un acto subjetivo, dado que solo el objeto es capaz de predicar. Las ideas son, precisamente, ese movimiento de aprehensión del objeto por parte del sujeto y del sujeto por parte del objeto. Su función consiste en diluir la dureza de los puntos de vista abstractos, elevando a la conciencia el carácter necesariamente inescindible de esta relación. Es verdad que “la fuerza material solo puede ser superada por la fuerza material, pero también es verdad que las ideas devienen fuerza material apenas se enseñorean de las masas”[9].

Nada puede ser efectivamente comprendido si no se reconstruye. Pero toda reconstrucción es más difícil y compleja que su construcción inmediata. La lectura de un libro es mucho más sencilla que el haberlo escrito. No obstante, quien lee no permanece pasivo, cual simple receptor. Su lectura requiere del esfuerzo de comprender el desarrollo y profundización de lo leído. Es un viaje de entrada y salida a través de un laberinto, un viaje desde lo abstracto hacia lo concreto. El lector, pues, tiene que rehacer lo hecho, reconstruir lo construido: “Que otros se enorgullezcan por lo que han escrito; yo me enorgullezco por lo que he leído”, afirmaba Jorge Luis Borges. Como las ideas, el ser no se define por lo que ha sido escrito, sino por lo que se ha aprendido leyéndolo. El despreciar las ideas solo puede ser la confirmación de un acto de desprecio hacia sí mismo.        


[1]: Platón (1988), Protágoras, Madrid, Gredos, 315 E,

[2] :   J. Locke, 1999), Essay, II, cap. I.

[3]    “La afirmación de que cien táleros posibles son algo distinto a cien táleros reales envuelve un pensamiento popular muy extendido, como el que no es posible pasar del concepto al ser, pues no por imaginarme la existencia de cien táleros los tengo en mi poder. Pero lo mismo podríamos decir, en el mismo sentido popular: dejemos a un lado esa figuración, pues se trata simplemente de eso; dicho de otro modo, lo que nos imaginamos es falso, los cien táleros que nos representamos son, pura y simplemente, una ficción.. Quien se deja llevar de tales figuraciones y deseos, es un hombre fatuo. Tener cien táleros es tener cien táleros reales; así, pues, quien los necesite deberá poner manos a la obra para adquirirlos, para llegar a poseerlos; no deberá contentarse con aquella figuración, sino pasar por encima de ella”. Cfr. G.W.F. Hegel, (1978), Lecciones de historia de la filosofía, III, México, FCE, pp.1.711-1.712.

[4]           :I. Kant, Crítica de la Razón Pura (2007), Buenos Aires, Cohhue, p.501

[5]             : B. Spinoza (1980), Ethica, Madrid, Editora Nacional, II, Prop. VII.

[6]             : Op.cit.,  II, Prop. XLIII, Esc.

[7]             : Op.cit.,, II, Prop. XLVIII, Esc.

[8]             : G.W.F. Hegel (1978), Escritos de juventud, Madrid, FCE, p. 403.

[9]: K. Marx (1968), Introducción a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, Buenos Aires, Claridad, p. 15.